A propósito del teleplay del realizador Joel Infante, estrenado en la televisión el pasado 15 de agosto
No por recurrentes en la televisión cubana, los temas de la emigración, la separación familiar, las adversidades de los años noventa en la Isla, o la crisis de valores que provocó la caída del campo socialista en Europa del Este, significan aspectos trillados para crear una buena historia que despierte un notable interés en el público audiovisual.
Se trata simplemente de buscar el punto sensible en cada trama, “enganchar” de manera inteligente a la audiencia y destacar cotidianidades de la vida que no se hayan resaltado con anterioridad y puedan enriquecer cualquier producto comunicativo desde los primeros minutos de salida al aire.
Sacrificio, el teleplay del realizador Joel Infante, estrenado en la televisión el pasado 15 de agosto como parte de las propuestas de verano, es un ejemplo de ello y un caso de excelente realización.
El guión estuvo a cargo de Amílcar Salatti y desarrolla vivencias que aún quedan en la mente de los cubanos: imbrica realidades, excita emociones, provoca llanto y también risa.
Es una obra hecha con inspiración: aporta un guión bien estructurado, que lleva y trae el hoy y el ayer con bastante crudeza. Trata las vicisitudes de la vida cubana en la década del noventa del pasado siglo, con las consecuencias lógicas que devinieron en años posteriores.
El presente cubano encaja perfectamente en un pasado que solamente se ha transformado en su esencia, en tanto persisten males que la Isla no pudo dejar atrás a finales del siglo XX.
Precisamente, lo más significativo del espacio es la percepción de realidades diferentes con un telón de fondo similar: los problemas cambian de una generación a otra, pero solo en apariencia.
La trama gira en torno a la salida del país para buscar mejores condiciones económicas, las incomprensiones familiares que provocan este hecho, la pérdida de seres queridos, el enfrentamiento a enfermedades en medio de tantas carencias, el deseo de encontrar el dinero por encima de cualquier sentimiento…
Los conflictos sociales están a flor de piel, el sacrificio humano se encuentra presente en cada momento, la frustración profesional hace gala, y las dificultades para convivir en un mismo hogar con caracteres distintos son visibles.
El amor y la traición se reflejan con nitidez y la búsqueda de la felicidad deviene un espejismo, casi una obsesión irresistible, que puede destruir el sentido de la vida, hacernos perder el horizonte, o crear antivalores.
Pocos audiovisuales realizados en Cuba en los últimos tiempos logran una conjunción tan sabia entre lo que fue y lo que es. No siempre se alcanza a transmitir tanta emoción en tan escaso tiempo.
El teleplay ha gustado y no puede ser diferente: no aburre, no engaña, no irrita ni crea un shock emocional en el televidente. Es dulce y refinado. Dolido y feliz.
Las actuaciones son precisas para cada personaje y muestran que hubo deseos a la hora de interpretar. Las experiencias de Héctor Hechemendía, Rogelio Blaín, Jorge Martínez o Yazmín Gómez se enlazan divinamente con la escasa proyección actoral de los jóvenes Claudia Álvarez, Yanier Castillo o Armando Rivero.
Sin embargo, no solo la presencia de estos artistas contribuyó al éxito de la obra. El juego de cámaras, los planos enfrentados, las luces empleadas y las locaciones se convirtieron en personajes silenciosos capaces de transmitir un mensaje completo que deja atado a la pantalla.
Cada espectador puede convertirse, sin dudas, en un personaje más de la historia. Es muy difícil que alguien en la Mayor de las Antillas no haya tenido algunas de las experiencias contadas en el teleplay.
Por tanto, cada cubano es un intérprete del sacrificio que le ha tocado vivir. La historia vale. Y pesa demasiado porque dice mucho de lo que hemos sido, y nos resistimos a seguir siendo.
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