En Santa Camila, con Llauradó en Teatro Estudio. Fotos: Cortesía del autor
 

No sé si estamos conscientes de lo que significa aún saberla ensayando, aceptando papeles en nuevas producciones, habitando La Habana como una de sus presencias más notables. La muchacha que llegó a la capital desde San Diego de los Baños iba a cumplir su anhelo de ser actriz, y se hizo sobre la marcha. No le faltaron tenacidad ni talento, y tenía como arma la humildad de quien se sabe a prueba, ganando en cada función y en el diálogo con sus colegas los recursos que terminarían transformándola en uno de esos nombres imprescindibles a los que hay que acudir cuando de completar la galería de figuras notables de nuestra cultura se trata. Habría que preguntarse cuántas Verónicas hay en ella, porque también ha sabido reinventarse de vez en vez, trabajando lo mismo en teatro, cine, radio o televisión, encontrando personajes que renueven lo que creemos saber de ella. Dije que tenía talento y tenacidad. Habría que añadir que también tiene carácter. Y ello significa no poco cuando se trata de referirse a quien tuvo el privilegio enorme de asumir no uno, sino dos, de los grandes personajes femeninos de la dramaturgia cubana moderna.

“Verónica Lynn está cumpliendo 90 años como quien va a vivir otro siglo. Porque los grandes intérpretes no tienen edad”.

Cuando subió a escena, con aquella peluca negra, a decir como nadie los parlamentos de Santa Camila de La Habana Vieja, de la mano de Adolfo de Luis, ya Verónica Lynn había pasado el fogueo del teatro de arte en La Habana de los años 50. En ese ambiente pequeño, alentado por el fervor de quienes le daban vida a una nueva idea de lo teatral a costa de muchos sacrificios, tuvo la suerte de encontrarse con Erick Santamaría, Francisco Morín (que a pesar de su poco gusto en regalar elogios la saludó como “una actriz muy estudiosa”), Rubén Vigón, y Andrés Castro, del cual aprendió aunque nunca apareciera en sus espectáculos. Descubrir a Stanislavski le permitió ganar una conciencia sobre la creación de sus roles que la acompaña hasta el presente. En 1962, al verla como la protagonista de la obra de Brene, Rine Leal la elogió por su labor “orgánica y apasionante”, y no era para menos. Santa Camila es el primer gran éxito del teatro en los albores de la Revolución, y la mulata santera que ella incorporó se ganó los halagos y aplausos más rotundos ante un público que acudió a verse en escena como en un espejo de lo popular entendido sin falso costumbrismo. Cuentan que Raquel Revuelta fue a verla y no la reconoció: tal era el cambio tan rotundo que ella logró al darle vida a ese personaje. La vi repetir el éxito, en los años 80, a través de la pantalla de un televisor. La recuerdo en el inicio mismo de la pieza, en el suelo delante del altar, invocando a los santos. Y su parlamento final: “Que los santos me perdonen”, con el cual redondeaba su dominio total de una Camila que, tantas actrices después, sigue teniendo su rostro.

Si ello fuera poco, Verónica Lynn (dejo a los biógrafos dar con su nombre verdadero, para los espectadores ese seudónimo va de maravillas con la actriz a la que ahora celebramos), tuvo en ese año de gracia la oportunidad de volver a demostrar su talento extraordinario. Humberto Arenal la convierte en Luz Marina Romaguera, protagonista de Aire frío, la obra cumbre de Virgilio Piñera, y el estreno se produce en diciembre, a pocos meses del triunfo de Santa Camila. Cualquiera que tenga una noción medianamente elemental de ambas piezas sabe que no puede haber personajes más distintos, y a los que ella dio un perfil definido con solo meses de diferencia entre uno y otro estreno. Donde Camila es extrovertida, inquieta, chispeante, atrevida en su decir y en cómo manejar su destino; Luz Marina es amarga, contenida, resabiosa, “implacable”, le llega a decir su madre en una escena. Solo una actriz de amplio rango podría ser convincente en ambos papeles. Y ya sabemos de qué modo Verónica lo fue. Porque también ambos personajes viven en un ahogo que las acerca, usan sus voces de mujeres para expresar las pequeñas-grandes agonías de la vida cubana en la que ambas buscan “una salida, una puerta, un puente”, algo que cambie “el aire caliente por el aire frío”.

En Aire frío, 1962.
 

Enrique Pineda Barnet tuvo la magnífica idea de filmar algunas escenas de ese montaje para la serie Teatros de La Habana, lo cual nos permite ver a la actriz en su manejo del personaje. Diálogo, pausas, subtexto, acciones físicas. Todo un entramado que habita los textos piñerianos para hacer de Luz Marina un rostro familiar. Tal y como sucedió con Camila, su caracterización devino modélica. Las siguientes “Luz Marinas” del teatro cubano dialogan aún hoy con esa imagen. “Gracias por prestarme tu Luz Marina”, le diría Isabel Santos a la Lynn cuando en 1999 asumió el rol en una puesta televisiva donde Verónica interpretaba a Ana, la madre, a muchos años de su primera salida a escena quejándose del calor tropical. Es una pena que el cine cubano haya desechado la idea de llevar a la gran pantalla la obra de Piñera, bajo recelos no solo contra el autor, sino hasta con la propia actriz, que tendría que esperar varios años antes de que la reclamaran para un papel en ese medio.

A pesar de que su carrera teatral parecía promisoria, bajo nuevas regulaciones a mediados de los 60 Verónica Lynn se haría cada vez más habitual en espacios televisivos. Apareció bajo las órdenes de Garriga, Vázquez Gallo y otros directores fundamentales en adaptaciones teatrales, grandes novelas, cuentos y muchos otros espacios dramatizados. En 1971 se le ve fugazmente en Una pelea cubana contra los demonios, papel que le ofrecen casi por azar. Cuando se cumplen los 20 años del estreno de Santa Camila de La Habana Vieja, Armando Suárez del Villar logra que le permitan regresar a ese rol, por encima de las ideas estrechas de plantillas y burocracia que impedía a los actores de la televisión hacer teatro. Fue un modo de demostrar que su capacidad para convencer desde las tablas seguía intacta, que la corona de ese personaje seguía siendo suya.

“Habría que preguntarse cuántas Verónicas hay en ella, porque también ha sabido reinventarse de vez en vez, trabajando lo mismo en teatro, cine, radio o televisión, encontrando personajes que renueven lo que creemos saber de ella”.

La televisión ocupaba la mayor parte de su tiempo, y el de su esposo, Pedro Álvarez. Lo mismo hacía la Lola Lola de El ángel azul, que encarnaba papeles en Tigre Juan o Fortunata y Jacinta. Mientras los horarios se lo permitieron, también hizo radio. Ella ha contado que cuando iba por la calle con alguna amiga actriz dotada de mayor popularidad, las personas las saludaban, hacían primeramente elogios de aquella amiga: “A usted yo la he visto en televisión…”, y luego añadían, dirigiéndose a Verónica: “Ah, y a usted también”. Todo eso cambió cuando en 1985 Roberto Garriga dirigió Sol de batey.

Valdría la pena hacer un documental, a tantos años de aquellas transmisiones, acerca de la telenovela que devolvió ese género a la Isla donde había nacido, desde un concepto de producción que parecía exclusivo de estudios foráneos. La respuesta cubana al impacto enorme que desató aquí La esclava Isaura, a inicios de los años 80, demostró que el gusto hacia el melodrama de época, asumido con dignidad y desde sus cánones aún eficaces, no había decaído. Al fin y al cabo somos herederos de Félix B. Caignet. Los cincuenta capítulos de la adaptación televisiva de una novela radial de Dora Alonso ratificaron ese fervor, y los talentos que Garriga eligió no fallaron. Parmenia Silva había interpretado en la radio a la malvada tía de la protagonista, y ahora sería Verónica quien se transformaría en Doña Teresa. Es la villana por excelencia de toda la historia de la televisión en nuestro país, y el papel que la haría extremadamente popular. A partir de ahí, nadie saludaría a la actriz en segundo lugar. “La mala más buena de Cuba”, le dijeron una vez, y ella recibió tal frase como un cumplido que confirma el depurado trabajo interpretativo que consiguió al dar vida a esa mujer obsesionada con sus secretos, y que culmina, como diva de ópera, con una escena de locura digna aún de los aplausos más sonados.

El ángel azul, para la Televisión.
 

La trayectoria de Verónica Lynn se completa con sus regresos al cine y el teatro: ella ha sido una presencia de calidad en todos los medios. Con su proyecto Trotamundo regresó a las tablas, una manera de rendir tributo a su esposo, ya fallecido, bajo la piel de Clitemnestra o la Martha de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, a la que retornó tras haberla interpretado en 1967. Tras su aparición en Lejanía, con guion y dirección de Jesús Díaz, halló su mejor oportunidad en la gran pantalla asumiendo a la madre de Rachel, en La bella del Alhambra, esa película con encanto propio que Enrique Pineda Barnet dedicó a todos los que hacen teatro en Cuba. Tampoco habría que olvidar su desempeño en Video de familia, de Humberto Padrón. Y pensar, como contó alguna vez Rosita Fornés, que en cierta ocasión le preguntaron si ella creía que esa actriz era realmente tan buena. Se imaginan la respuesta que dio nuestra vedette.

La mejor noticia, a la altura de estos 90 años, es que Verónica Lynn, con sus Premios Nacionales de Teatro y Televisión, y muchísimos más reconocimientos, está activa, dispuesta a seguir trabajando, sin perder un ápice de ánimo ni del rigor que la caracteriza. En Santa Clara, los fieles de Ramón Silverio y El Mejunje la adoran. Lo mismo puede decirse de buena parte de Cuba, y es por eso que sus nueve décadas deberían servir para saludarla como el tesoro nacional que es. Empecinada, estudiosa, cómo no, espera culminar el festejo con el estreno Frijoles colorados, obra de Cristina Rebull, junto a Michaelis Cué, porque ella quiere celebrarlos en escena. Ojalá que sí, que tengamos nuevamente el privilegio de verla bajo esas luces, y agradecerle con una nueva ovación. Ella ha dicho alguna vez: “mi Santa Camila, mi Aire Frío”, y tiene todo el derecho para expresarse así. Nosotros podemos decirle: “nuestra Verónica”, para hablar de esta mujer de talento tan virtuoso, que descubrió el gusto por la interpretación cuando, siendo una niña, tuvo un breve papel en la representación de la vida de San Francisco de Asís. De ahí tal vez viene el milagro que la acompaña cada vez que la mencionamos, la elogiamos y la aplaudimos: ese prodigio tan certero que es el de saberla actuar, y hacerlo bien, y hacerlo siempre mejor.

Tomado de La Jiribilla