Este martes nueve a las tres de la tarde, se exhibirá  el octavo filme de Fernando Pérez, en el Multicine Infanta; el jueves 11 a las 8 p.m. en la Sala Chaplin y el sábado trece a las diez  de la mañana y cinco de la tarde en el cine Yara.

Tengo la suerte de haber disfrutado La pared de las palabras con el equipo de realización y un reducido número de invitados. Terminé de ver el último plano y salí. Me encontré en el vestíbulo del cine Charles Chaplin  a Raúl Pérez Ureta, el fotógrafo de siempre de Fernando Pérez, y apenas pude hablarle.

Caminé por la calle 23 hasta mi casa. Sé que quienes pasaban por mi lado se preguntarían el porqué de esas lágrimas silenciosas. Un amigo que me topé  y supo que la causa era una película me dijo “te tocó y fuerte”. Es así.

Por la noche hablé con Fernando. Él me escuchó un largo monólogo  que terminó exonerándolo de la entrevista prometida.  Y entonces me dijo: “Escribe lo que me dijiste. Creo que tus lectores lo agradecerán”. No lo hice en el momento y ahora quizás no sea igual.

La pared de las palabras es una película dura, difícil, estremecedora, con un drama posible en Cuba y cualquier lugar, hecha con todo el amor no sólo de Fernando, sino de Jorge Perugorría que para mí ¡al fin! dejó de ser Diego, (es Luis) de una Isabel  Santos en toda su madurez  creativa, y una Laura de la Uz que me hizo cercanas a personas que quiero mucho. Carlos Enrique Almirante está muy bien y por supuesto, Verónica Lynn sigue siendo esa gran dama de la actuación. Son secundados por un grupo de actores no profesionales que poco les falta para serlo, porque dan piel y sangre a unos locos “verdaderos”.

La virtud mayor de esta cinta  de Fernando es ponernos frente a un cuadro de familia disfuncional  en el que cada integrante tiene parte de razón. La enfermedad de Luis (distonía, más trastornos siquiátricos) lo lleva a un hospital, donde hay otros enfermos con serios (y generalmente incurables) problemas de comunicación y locomoción. Su madre (Isabel Santos) pierde oportunidades profesionales, pero especialmente  por estar pendiente del hijo mayor, no atiende lo suficiente al menor (Carlos Enrique Almirante), mientras la abuela (Verónica Lynn) intenta vivir al margen del drama de su hija ¿una actitud reprochable? No lo creo, hay que ponerse en la piel de cada personaje.

Luis, que ha crecido en esa institución, intenta una y otra vez romper la pared de las palabras que le impide comunicarse con los seres humanos que le rodean, aunque no es limitante para que se interponga entre la cabeza de otro enfermo y la pared (de cemento)  porque más que saber, siente que el otro podrá herirse. La actitud solidaria le deja unas marcas  en la piel que los médicos no se explican.

Fernando ha dicho que su octavo filme “trata de expresar ese arduo y escabroso camino, no sólo a través de Luis, sino de toda su familia y su entorno social. Porque, con frecuencia, somos los seres humanos clasificados como normales los más incapaces de entender palabras, señales, ondas, miradas que se pierden en la oscuridad de lo cotidiano.”

No creo –y quizás esté equivocada totalmente- que La pared de las palabras sea un filme de largas colas, o taquillera, no es el tipo de cinta que  hoy se persigue.

Por supuesto, esa historia dura –y muy posible- está contada con la luz exacta, los grandes y primerísimos planos en el momento justo, al estilo de Raúl y  una dirección de actores a la que nos tiene acostumbrados Fernando: de nuevo trabaja con un Síndrome de Dwon, en esta oportunidad se trata de una muchacha, Maritza Ortega, que actúa como si hubiera recibido clases para ello. ¿Recuerdan al Francisquito de Suite Habana?

La banda sonora de Edesio Alejandro  por momentos es protagónica, mientras la edición de Julia Yip sigue siendo la necesaria. No podían faltar ni La Habana, ni el mar, esta vez en Santa Fe donde se filmó la cinta.

Al decir de Fernando “Con la historia de Zuzel  (Monne) en las manos, que es mi propia historia aunque la película no sea una autobiografía, me lancé al río turbulento y dinámico de la producción independiente”.  Una actitud lógica en los tiempos que corren para un genuino adolescente que acaba de cumplir 70 años  y lo celebró  intentando desentrañar “el difícil ejercicio de la comunicación humana”.

 

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