La miniserie se aparta de los códigos del thriller para adentrarse en las conductas de cuatro de los personajes implicados en la trama: la pareja de los Mitchell, Martha y John, muy cercanos a Nixon; Gordon Liddy, operador principal en el caso Watergate, y James Dean, abogado de la Casa Blanca

Cincuenta años después de que un quinteto de hombres vinculados a la Casa Blanca fuera sorprendido in fraganti mientras irrumpía en la sede de campaña del Partido Demócrata, el escándalo Watergate tiene mucha tela por donde cortar, como lo demostró la miniserie Gaslit (2022; dirección, Matt Ross; guion, Robbie Pickering), proyectada en el espacio dominical Alto impacto, de Multivisión.

Presenciamos una perspectiva poco explotada de la crisis más devastadora del sistema político estadounidense en el siglo XX, que llevó a la renuncia al presidente Richard Nixon, imposibilitado de echar tierra sobre su responsabilidad directa con los acontecimientos y de restituir la confianza perdida por la inmensa mayoría de los ciudadanos.

La miniserie se aparta de los códigos del thriller para adentrarse en las conductas de cuatro de los personajes implicados en la trama: la pareja de los Mitchell, Martha y John, muy cercanos a Nixon; Gordon Liddy, operador principal en el caso Watergate, y James Dean, abogado de la Casa Blanca.

Cualquiera diría que la producción está hecha para que sobresalga Julia Roberts en el papel de la Mitchell, y no le faltaría razón. La Roberts construyó con minuciosidad y sin desmesura una personalidad polémica, políticamente incorrecta, víctima de sí misma (extrovertida, alcohólica, narcodependiente, obnubilada por los reflectores) y del establishment  que no perdonó sus opiniones –elocuente la imagen final de la serie, con un cartel desplegado que reza Martha tenía razón– y la estigmatizó. El mismo Nixon, en la entrevista que concedió en 1977 al periodista británico David Frost, para tratar de limpiar su imagen, llegó a decir: «Si no hubiera sido por Martha, no habría habido Watergate».

Un magnífico y camaleónico Sean Penn se mete bajo la piel de John Mitchell. La mezcla de abyección, machismo, servilismo y desprecio a la transparencia como valor esencial en el ejercicio de la política, se transmite a plenitud en cada gesto, inflexión y mirada de Penn, quien pone de relieve el oscuro papel del exjefe del Departamento de Justicia y responsable de la campaña de reelección de Nixon en el caso Watergate.

El John Dean de Dan Stevens, concebido por el guionista, se mueve entre la ficción y la realidad. Pareciera un ente no del todo integrado al meollo del espionaje político, de ambiciones no cumplidas, manipulador y manipulable, pero era mucho más cercano a Nixon y a Mitchell de lo que se muestra en pantalla. El punto de inflexión de la complicidad a la colaboración con la justicia se produjo cuando Dean se da cuenta de que lo querían crucificar como chivo expiatorio. Como era de esperar, Dean le sacó jugo a Watergate, publicando libros y magnificando su participación en los sucesos.

Pero, sin duda, el personaje más siniestro es Gordon Liddy, no solo por lo que representó sino por la carga simbólica que atinadamente le atribuyen los realizadores, al caracterizarlo en la línea fascistoide de la ultraderecha. En Liddy, ejemplarmente encarnado por Shea Whigham, afloran todos los demonios del modo de hacer política en Estados Unidos. Hoy día estuviera fichado por Donald Trump, empeñado en dejar atrás el récord negativo de Nixon.

¿El destino más triste? El de Frank Willis, el guardia de seguridad que descubrió la infiltración de los espías. ¿La arista no suficientemente abordada? La intención de «cubanizar» Watergate. Cualquier semejanza con la  inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo por parte de EE. UU. no es mera coincidencia.

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