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- Escrito por: Jordanis Guzmán Rodríguez
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Una obra de ficción está conformada por un sinnúmero de elementos técnico-artísticos que redondean su discurso global. No se establecerá un entendimiento correcto entre los públicos y el producto, si algunas de estas especialidades fallan o son trabajadas desde el desconocimiento y la chapucería. Contar una historia sin los presupuestos estéticos correctos es un verdadero suicidio comunicacional y nuestra televisión debería procurar, por todos los medios, salvarse de algo así.
Dentro de las especialidades que mejor ayudan a contar una historia, se encuentra el vestuario, ese que no solamente arropa el cuerpo del actor. Su función supera lo práctico, lo evidente; complementa esa vocación espectacular y artística que debe caracterizar a un dramatizado.
Desde las primeras representaciones teatrales de la antigüedad, los actantes eran ataviados con máscaras, telas o coturnos que hablaban de la condición social o divina del rol representado. Tal función ha seguido siendo la misma en el devenir de los tiempos. El cine primero y la televisión después, tomaron del teatro ese tratamiento riguroso de la indumentaria representacional, que requiere de texturas, colores y acabados superiores a los tejidos utilizados en la vida cotidiana.
Desde los años cincuenta, pleno apogeo del medio, las producciones televisivas cubanas contaron siempre con un estupendo trabajo de vestuario. Ni lo rudimentario de la técnica, ni la inexistencia del tecnicolor, afectaron a que los diseñadores y vestuaristas ataviaran a los personajes con los trajes hechos a la medida de sus complejidades psicológicas, condición social y función dramática. Estos resultados artísticos perduraron décadas pese a las carencias, la no presencia de algunos tejidos y la paulatina desaparición de especialistas competentes.
Ni en los años noventa, época compleja, faltaron buenos exponentes del trabajo de vestuario. Obras como Pasión y prejuicio, Las Honradas, Magdalena o la icónica Tierra Brava, contaron con especialistas comprometidos, que desde la imaginería y el estudio, lograron, con muy poco, hacernos soñar.
Y parecería, por lo antes expuesto, que el vestuario solamente tiene que ser efectivo en producciones de época; nada más alejado de la verdad. Ya sea en una producción con tratamiento histórico o un relato contemporáneo, la indumentaria representacional debe alinearse con la estética de la obra para mantener la credibilidad narrativa. En este sentido, la falta de coherencia perjudica irremediablemente la conexión del público con la propuesta audiovisual.
Hace ya algunos años que el vestuario en nuestros dramatizados, sobre todo los seriados, tiene más una función práctica que artística. Pocas han sido las obras que se han arriesgado a proponer diseños propios, cavilados, en función de las diferentes psicologías y estratos sociales de los personajes. Es sabido por todos la falta de presupuesto que golpean a nuestras producciones, y que evidentemente lastran también el desempeño de una especialidad tan importante; pero poner en función del arte lo poco que tenemos, no siempre significa un costo adicional. El reciclaje de materiales o vestuarios previos, la investigación con materias primas alternativas, así como diseños minimalistas y sustentables, pueden ser soluciones para no dejar de vestir a las obras con gusto y creatividad.
Si bien lo productivo afecta, hay cosas como el estrujado de una prenda o la mala combinación de colores, que hablan de poco rigor, de conformidad con lo que se tiene. Una especialidad como la dirección de arte, encargada de marcar el camino visual de la obra, debería tomar las riendas de todos los rubros técnico-artísticos a su alrededor, incluyendo el vestuario. En tiempos de tanta información y tendencias, no se le puede dejar todo al azar, la improvisación.
Los públicos de hoy en día son mucho más exigentes que los de décadas pasadas, y con un poder impresionante otorgado por la tecnología y las redes sociales: el de generar y expandir sus criterios de todo lo que a su alrededor gira. Un personaje mal vestido o una prenda repetida en varios espacios dramatizados, salta a la vista enseguida.
Más allá de un buen guion, el vestuario también cuenta parte de la historia. El reto está en incorporarlo de manera orgánica al relato, sin que se filtre en el proceso, el conformismo y la falta de creatividad.
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- Escrito por: Jordanis Guzmán Rodríguez
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Cada historia es hija de un tiempo, de un proceso socio-histórico determinado, que condiciona los móviles de los personajes, sus rasgos más reconocibles y el entorno en el que habitan. Cuando una obra no logra ver la luz en el justo momento en que se ha diseñado, corre el riesgo de sentirse vieja, desfasada, distante del público para el que ha sido concebida.
A Renacer, la actual telenovela cubana al aire, le llovieron demasiados contratiempos antes de su materialización audiovisual. Concebida en tiempos donde ni la pandemia aún nos había golpeado, la historia original de Yoel Monzón tuvo que esperar que ciertas aguas se apaciguaran, otros proyectos vieran la luz y aparecieran directores comprometidos con el texto dramático.
En ese ir y venir pasaron casi 6 años y la sociedad cubana cambió radicalmente. Ciertas brechas entre clases sociales, que comenzaban a hacer más profundas por el impulso de los negocios privados, volvieron a estrecharse, a ser mínimas, en un contexto de carencias, de cero competitividad económica y de migración.
Esto afectó considerablemente al universo de Renacer, marcado por tener como protagonistas a dos personajes de mundos opuestos, lo que conllevaba diferenciarlos desde lo visual, algo que la puesta en escena de Heiking Hernández y Jorge Molina, ni siquiera intentó. No machea la Cuba que se nos propone desde la partitura dramática con aquella que vemos traducida en imágenes. Es entendible entonces que haya cierto distanciamiento de varios sectores del público, que no comprenden a dónde se quiere llegar con una historia de castas y abismos sociales, cuando el sol del 2024 es casi el mismo para todos los cubanos.
Pero ciertamente cuando Monzón comenzó a confeccionar esta obra, otra era la realidad socioeconómica del país, y de eso partió el autor para construir a esta madre, que a la fuerza renace de su dolor, y a un joven dueño de un negocio, perteneciente a una familia de apellido aburguesado y novelero, que sinceramente nos recuerda más a parentelas salidas de un folletín de Televisa que a una familia cubana.
Lo que no se le puede negar a Monzón es su habilidad para potenciar el melodrama y complicar la vida de sus criaturas, a la usanza de las más clásicas telenovelas. Tal destreza, nos guste más o menos, es infalible cuando estamos en presencia de un público que agradece ciertas dosis de purismo en el género.
Pero la interpretación visual del guion es la que no logra tomar verdadero vuelo. Renacer necesitaba preciosismo, trabajar, como si de filigranas se tratara, ciertos momentos dramáticos claves y dotar de tridimensionalidad una propuesta evidentemente verbalista, pero muy efectiva.
Heiking Hernández, acostumbrada a usar ritmos reposados, al borde de la contemplación, volvió a sacar la misma fórmula, pero con un resultado menos feliz. Y es que el guion de Monzón requería de una puesta más arriesgada, sanguínea, que enfrentara a los actores a verdaderos duelos interpretativos.
Se extraña la meticulosidad de la Hernández y su equipo en rubros como la dirección de arte, la fotografía, la edición y el sonido directo. Este último, en específico es de una ineficacia y carencia de pulcritud increíbles.
Se percibe a las claras que se trabajó con prisa, tanto en la producción como al reescribir la obra desde el montaje. Sí, porque un texto audiovisual, no es solo la partitura que confecciona el guionista; es, en todo caso, la suma de todas las especialidades y de las decisiones consensuadas entre los realizadores y el editor de la obra.
La falta de un director de actores que equilibrara los tonos interpretativos, atentó con las calidades de los histriones. Muchos se las arreglan a base de oficio e intuición, pero otros pierden el rumbo muy fácil, y rayan en la recitación e inorganicidad.
Eileen Acosta, aunque muy dúctil, no se permite variar los recursos empleados. Hay una marcada victimización en su construcción de Aitana, que contrario a identificar al público con el Rol lo distancia. Es rescatable en ella, su concentración, su saber mirar a las cámaras y la increíble telegenia que posee.
El Fabián de Andros Perrugoría , es un ser desganado, poco carismático y gris. No creo que estuviese diseñado así desde el guion. Es más bien una decisión interpretativa, que nada le favorece al actor. Fabián carece de complejidad, de costuras. Esto le pone muy fácil al público la identificación con otros roles (a veces secundarios) mucho mejor construidos.
En la misma cuerda se encuentra Daniela Valdés con su personaje de Belkys. A su decir le falta fuerza, matices y compromiso con el texto. El reto del rol estaba en salirse del estereotipo de la chica malcriada y manipuladora. Había vestirlo con una verdadera sofisticación, que la Valdés intenta, pero se queda a medio camino.
Por su parte, Alejandro Cuervo, demuestras sus horas de vuelo en el oficio de la actuación, le saca muchas lascas a su participación. Luis Manuel en su carne es un hombre machista, que se permite vulnerabilidad en los momentos justos. Cuervo huye de lo evidente, e incluso de personajes con rasgos similares, que en el pasado interpretara. La energía del actor es tan arrolladora, que logra llevar a su zona de confort a sus respectivos compañeros de escena.
Pero sin dudas, la gran sorpresa de Renacer, ha sido Ary Fonseca, una actriz joven, creativa, intelectiva, que posee la capacidad más valiosa en un actor: la de jugar. A la Fonseca le sobran recursos para sacar a Roxana del estereotipo de villana trasnochada. Le incorpora manías, dichos, estados anímicos que le permiten hacer estallar, en el momento propicio, esa bomba de tiempo que es su rol.
Renacer es el vivo ejemplo de que las obras de ficción no pueden esperar mucho para su concreción. Necesitan hacerse en caliente, con la energía de los tiempos en los que fueron concebidas. De lo contrario se convierten en documentos desfasados, hijos de ningún contexto y sentenciados al pronto olvido.