Durante toda  su etapa comercial (1950 – 1960) la televisión cubana se caracterizó por la presencia en su programación (sobre todo en espacios musicales) de innumerables artistas extranjeros.  Algunas de estas figuras fueron presencia constante durante largos períodos (recordemos tan solo a la pareja italiana de Tina de Mola y Ernesto Bonino o al cómico argentino Pepe Biondi). Otras eran visita frecuente y algunas tenían una primera vez tan desafortunada en nuestra pequeña pantalla que nunca más regresaban.

De entre estas últimas descuella la famosa actriz mexicana Dolores del Río y su célebre “desmayo” ante las cámaras. Mucha tinta ha corrido sobre este incidente. Pero poco se ha dicho del rol que jugó en aquel sensacional suceso un artista español entonces muy popular en su país, en Cuba y en otros países de Latinoamérica –sobre todo en Argentina-: Pedrito Rico.

¿Quién era Pedrito Rico? Resulta extremadamente difícil definir a este ser andrógino  de piel morena, inmensos ojos  rodeados por tupidas pestañas (no faltaban las postizas) que vestía pantalones ajustados al cuerpo, con una muy cuidada cintura de avispa perfectamente ceñida bajo un fajín de raso,  vaporosas mangas de tules y lentejuelas y graciosillos zapatos de tacón fino.

 

Pedrito Rico se enfundaba en inmensas capas cargadas de piedrecillas brillantes y los más diversos abalorios, llevaba sus manos cargadas de joyas,  no ponía límites a su lado femenino y era capaz de fotografiarse mordiendo un clavel o cantar números tan chic como aquel de “La perrita pequinesa” que se había quedado en el portal y clamaba por su enamorado perrito de pintitas con gemidos de guau -. guau – guau - guau.  Con su estilo almibarado y cursi aquel  cantante de españolerías arrastraba tras sí un numeroso y entusiasta público femenino que perdía los estribos y chillaba a todo pulmón cuando su ídolo –maquillado y con sombra verde sobre sus párpados siempre- aparecía  en un estudio de radio, de televisión o en un teatro.

Pedrito Rico había llegado a La Habana de la mano de su exigente representante artística Flori Antar, conocida además como la señora de Souza. La prensa de la segunda mitad de los 50 del pasado siglo se hizo eco de la pataleta que dio la señora de Souza cuando, faltando unos minutos para la salida al aire del show donde actuaba, a su representado comenzó a dolerle una muela y ella exigió que se apagara el aire acondicionado. Nadie entendía por qué el aire acondicionado acrecentaba el dolor de muelas de Pedrito, pero la señora de Souza y el dentista que atendía al divo sí. Y estaban tan convencidos que lograron que solo después de la actuación del cantante se encendiera el aire en el estudio.

De Dolores del Río no hay nada que decir que no se sepa. Fue la primera latina estrella en el cine norteamericano desde la época muda. En México, su país natal, era –junto a María Félix- la gran diva de la cinematografía nacional. Cuando viaja a Cuba a una actuación especial en un espacio de televisión ya había aparecido en la pequeña pantalla norteamericana en al menos tres series.

Los directivos de la CMQ decidieron que la diva mexicana se presentara en el espacio estelar de miércoles “Casino de la Alegría” y le pidieron a Carballido Rey –escritor, guionista y productor de espacios televisivos muy destacados, entre los que se encontraba el “Casino…”- que escribiera una pequeña escena dramática para la ocasión. Carballido recurrió a un tete a tete entre la señora y su sirvienta de confianza. Para este último rol escogieron a una damita joven cuya popularidad iba en ascenso en nuestra TV: Ada Béjar. Todo se hizo a la manera habitual: las dos actrices recibieron los libretos con algunos días de antelación, acudieron a un ensayo en la mañana, luego hicieron otro en la tarde frente a las cámaras  y se marcharon a sus respectivas moradas para retornar a los estudios en la noche, a enfrentarse a la dura prueba de una salida al aire en vivo. La cubana estaba acostumbrada a ese estilo de trabajo. La diva mexicana no. En los dos ensayos del día todos habían notado que olvidaba fragmentos del texto. La joven Ada Béjar la ayudaba. Al terminar el último ensayo un directivo del espacio le pidió a la  actriz cubana que socorriera a su célebre contraparte con la letra: deslizar una palabra que la orientara, darle alguna otra señal verbal… en fin, los recursos que el oficio aporta. Pero al salir hacia su casa la Béjar supo que a la actriz mexicana le pagaban, además del boleto de ida y vuelta a México, la estancia y una cuenta abierta para consumir en el Hotel Capri, así como un chofer que la conducía a todas partes  ¡nada menos que tres mil pesos!, mientras ella solo recibiría 25. Y sin nada más. Entonces decidió que si la señora olvidaba la letra ella se limitaría a esperar a que la recordara: tres mil pesos y todo los demás contra 25 “pelados”  eran demasiado.

Y así lo hizo. Con toda la elegancia que la caracterizaba Dolores del Río –ya en el aire- reclinó su bella y bien peinada cabellera al sillón donde estaba sentada y entornó los ojos: se había quedado en blanco y, al no recibir ninguna pista de su contraparte, decidió fingir un desmayo como salida a su molesto olvido.. .

Mucho se ha hablado del incidente. Pero poco se ha dicho sobre el caos que aquello significó para quienes, en el estudio,  con el programa al aire, veían a aquella mujer con los ojos cerrados, su contraparte cubana de pie frente a ella, impasible,  y se imaginaban al público en las casas esperando que algo sucediera.

Lo primero que hicieron fue cerrar la cortina tras la cual se había armado la escenografía para la escena y hacer un corte al presentador del programa, Rolando Ochoa, que muy hábilmente asumió una breve rutina humorística frente a las cámaras. Después apareció sin previo anuncio en la pequeña pantalla una toma general del estudio en penumbras con las mesas, sus “comensales”  y la cortina de fondo cerrada. En aquella borrosa imagen, de improviso, se iluminó a un lado una figura envuelta en una gran capa. Hubo quien pensó que la Del Río reaparecería bajo aquella capa, que el desmayo no era más que un ardid para dar un mayor efecto a la presentación de la gran dama del cine mexicano. Pero no: cuando la capa descubrió la figura a la que ocultaba…apareció en pantalla ¡Pedrito Rico! El español, plato fuerte también de la noche, cuya aparición debía suceder al final como balance necesario a la estructura espectacular del espacio, se vio obligado a correr y hacer su aparición antes de lo previsto con el único fin de atenuar la confusión que había provocado la desatinada solución que había dado Dolores del Río a su pérdida de memoria ante las cámaras.  Cuando Pedrito Rico terminó el número Rolando Ochoa se dirigió hacia el cantante y dijo en tono feriado: ¡Es el gran Pedrito Rico! ¡El ángel de España! Porque así le llamaban al artista ibérico y ese era el título de una de las escasas cinco películas en las que apareció. Solo que nunca antes la palabra ángel referida a él había sido dicha con el énfasis de aquella noche en la que el divismo que no se niega a ser responsable dejó su vanidad a un lado para deshacer un entuerto creado por la  torpeza imperdonable  de otro divismo, en esta ocasión olvidadizo.

 

 

 

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