El viejo recurso literario de la narración enmarcada, en función de fenómenos sobrenaturales y paranormales, se ha puesto de moda en la producción audiovisual

 

El viejo recurso literario de la narración enmarcada, en función de fenómenos sobrenaturales y paranormales, se ha puesto de moda en la producción audiovisual. ¿Alguien recuerda los sugerentes pasajes de Manuscrito encontrado en Zaragoza, del conde polaco Jan Potocki, que vio la luz en 1805, e introduce al lector en un intrincado laberinto de historias míticas que se superponen a la narración inicial? ¿Cómo olvidar que el célebre Frankenstein, de Mary Shelley, se basa en las cartas que el personaje Margaret Saville recibe de su hermano Robert Walton, quien a su vez escuchó el relato del médico Víctor Frankenstein  y por boca de este el cuento que le hace la criatura?

En términos audiovisuales, la técnica ha sido bautizada como found footage, pietaje o grabaciones encontradas sobre las cuales se construye una o varias historias. Se han hecho películas y documentales a partir del found footage, mucha bazofia pero también ejemplos paradigmáticos como The Blair Witch Project (1999), cinta estadounidense de bajísimo presupuesto y robusta imaginación de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez. La ficción parte del material amateur supuestamente filmado por tres jóvenes, en 1994, que seguían los pasos de la bruja de Blair, en Maryland. Los jóvenes desaparecieron y el material es la película con sus enigmas.

En esa cuerda se mueve Archivo 81, que pasó tarde en la noche por Multivisión. Entre los productores, James Wan, un fanático del terror, presidente de la compañía Atomic Monster, a quien, por cierto, Netflix dejó colgado de la brocha, con la saga de esta miniserie. De ahí la duda sobre su final.  La realizadora principal, Rebecca Sonneshine domina los entresijos de la narrativa fantástica y el thriller sicológico, aun cuando se presenten vacíos en el desarrollo argumental que nada tienen que ver con la inesperada cancelación de la segunda temporada, sino más bien con inconsistencias en el flujo dramático.

Es pura y dura narración enmarcada la que nos coloca al joven restaurador del Museo de la Imagen de Nueva York, Dan Turner (Mamadou Athie), delante de las cintas de VHS filmadas por Melody Penras en 1994, en el edificio Visser, bajo el pretexto de investigar para una tesis de grado, cuando en realidad quiere saber el destino de su madre. Las cintas apenas sobrevivieron al incendio del edificio. Un empresario nada transparente, Virgil Davenport (Martin Donovan), encarga a Dan restaurar el material.

Se suceden, entonces, ocultamientos y especulaciones, el péndulo entre el más acá y el más allá, una variedad de personajes en el que nadie es quien dice o aparenta ser; y saltos temporales entre 1994 y la actualidad, que acercan a Dan y Melody, mientras la verdad se escurre entre los dedos.

Como quiera que nada de esto explica lo sucedido, Sonneshine y los guionistas dedican un capítulo completo a rastrear el origen de las cosas en 1924, con lo que se da un tiro de gracia al encanto de los imprevistos saltos en el tiempo; mientras que a Melody le ponen de contrafigura a una amiga pintora, y a Dan, un realizador de podcast que no le pierde pie ni pisada. Una y otro intentan balancear la racionalidad de una historia a la que no  hace falta pensamiento racional.

Algo incitador queda de Archivo 81: el deseo de redescubrir a Horace P. Lovecraft, maestro  de la narrativa estadounidense de horror y misterio. El Kaelego de la miniserie es pariente directo del Cthulhu. 

Tomado de Granma

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