La historia de la televisión en América Latina, en una perspectiva simplificada, tiene tres pioneros, cada cual con su sueño: un paraibano de Umbuzeiro, un mexicano de Puebla y un español montañés que hacía radio en Cuba. Sus ambiciones aguardaban más allá de los abismos del Golfo, que entonces estaban llenos de mar limpio. Viajaron por distintos caminos, todos al norte, cargaron con lo que pudieron en barcos y aviones y regresaron a sus ciudades a tiempo para el apogeo. Era el año en que Buñuel estrenaba Los olvidados, estallaba la guerra de Corea y el papa Pío XII promulgaba el dogma de la Asunción de María. Nadie sabía nada de aquellos aparatos hasta que grupos de curiosos en Sao Paulo, La Habana y Ciudad de México, vieron estallar la televisión en sus ojos.

El paraibano era Francisco de Assis Chateaubriand, empresario sui generis, primero en navegar desde Nueva York con un fardo de treinta toneladas de equipos de segunda mano por valor de cinco millones de dólares. Había apelado a los buenos oficios de sus pares norteamericanos y se jugó su propia cadena de periódicos para financiar con capital privado la primera aventura de la televisión en América Latina . El costoso equipamiento de Chateaubriand —pesadas cámaras de válvula, monitores, consolas, transmisores y demás equipos y accesorios de uso— desembarcaba en puerto paulista en 1949.

Un año después la Gran São Paulo inauguraba TV Tupi. Desde la fundación de la TV en Brasil las crónicas de las diversas épocas por las que ha atravesado dejaron registro de situaciones y personajes, algunos casi olvidados. Tal el caso de un cura franciscano que cantó en la transmisión fundacional de la TV paulista, que gozaba entonces de renombre como actor y cantante. Era un mexicano nacido en Jalisco a fines del siglo XIX, que había abandonado sus estudios de agronomía para dedicarse al canto con pequeños papeles en la Ópera de Chicago. Más tarde se había hecho estrella de cine y durante la segunda Guerra Mundial abandonó música y pantalla para ingresar a la Orden Franciscana de Perú, con el nombre de Fray José Francisco de Guadalupe Mojica. El célebre fraile cantó en aquella ocasión “Bésame mucho”, de la compositora de Jalisco Consuelo Velásquez. La presentadora Hebe Camargo comentaría años después que “cerca de diez mil personas vieron la imagen y escucharon el canto de Frei José Mojica, delante de monitores de televisión, en transmisión desde el auditorio del Museo de Arte de São Paulo”.

En los días en que la televisión llegó a São Paulo, más de la mitad de la gente prefería el cine para entretenerse. La otra mitad solía repartir sus ratos de solaz entre deportes, baile, viajes, lectura, paseos y obras teatrales*. Nadie imaginaba que las costumbres habrían de sufrir un vuelco extraordinario. Sólo era cuestión de tiempo. Doscientos televisores llegados de contrabando y vendidos en la ciudad por los buenos oficios de un pionero eran una escandalosa novedad, pero no suficientes. La gente continuaba sus salidas placenteras al cine hasta el día en que São Paulo vio caer la tarde con la sospecha de que algo tremendo ocurría en muchas casas. Faltaban unos años para que terminara la década y ya se podían contar por decenas de miles los televisores en hogares paulistas, con lo cual las cosas no sólo cambiaron, sino que jamás volverían a ser iguales. La gente, que había salido de la casa con el cine, con la televisión regresó al hogar.

El pionero mexicano es Rómulo O’Farril. Pero en México la historia recupera prematuras fundaciones. En no pocas ocasiones la proclamación de ciertos hechos como oficiales genera vicios históricos y fatales omisiones en el análisis de procesos que parecen olvidarse una vez que algunos textos sellan uno que otro acontecimiento. Sin regatear significado al hecho inobjetablemente protocolar de que la televisión mexicana se inauguró formalmente el 1º de septiembre de 1950 con el IV Informe de Gobierno del presidente Miguel Alemán, me daría pena ignorar que desde fechas tan lejanas como 1931 —cuando ni alemanes ni ingleses ni norteamericanos inauguraban oficialmente nada— dos jóvenes mexicanos contemplaban el rostro de Amalia Fonseca mediante equipos de televisión traídos desde los Estados Unidos para realizar pruebas de transmisión*.

México es un caso excepcional dentro del proceso de gestación de la televisión en América Latina y, en general, dentro de las naciones de desarrollo inconcluso. A diferencia de Brasil, Cuba, Argentina y demás naciones del área, los mexicanos no esperaron a que el invento de la televisión fuera un hecho consumado por otros: ellos, paralelamente, hacían notables esfuerzos por construir sus propios sistemas aún cuando quedaban en Europa y Norteamérica muchos aspectos tecnológicos por dilucidar.

El bautismo social de la televisión mexicana tuvo lugar bajo el signo del comercio y la política, ese par de categorías que jamás volverían a serle ajenas. Años antes de la obtención de concesiones para la operación de canales, un ingeniero y un poeta cumplían la encomienda presidencial de estudiar los modelos existentes en Europa y Norteamérica a los efectos de determinar cuál se avendría mejor a las ambiciones de México.

Consideraciones nada sorprendentes pesaron más a favor del modelo comercial norteamericano, aún cuando tomaron debida nota de los valores de la experiencia cultural británica.

El advenimiento de México al naciente mundo de la televisión en 1950 fue saludado como “el primer país de habla española y de toda América Latina que disfrutará, para provecho y beneficio de sus habitantes, del más grande invento de los tiempos modernos”, según palabras del pionero de Rómulo O’Farril, cuyo redactor al parecer no tenía noticias de su predecesor paraibano. Para fines de ese mismo año ya los mexicanos disponían de una decena de miles de aparatos receptores, que se multiplicarían vertiginosamente en los años subsiguientes junto con el inicio de transmisiones de nuevos canales, que no se harían esperar.

Cuba contaba con quien, en justicia, después llegaría a alzarse como pionero por definición, tan seguro de serlo que había mandado a edificar sin mayores apuros un imperio para la televisión antes de comprar una sola cámara. Sólo que un enfant terrible sin fortuna y con afilada capacidad para el riesgo se adelantó a la epifanía de Goar Mestre. Antes de esas fechas hubo efusivos empeños, pero no adecuadas condiciones. Cuenta la historiadora de la televisión cubana Maira Cué que en diciembre de 1946 la actriz María de los Ángeles Santana y el actor y empresario Julio Vega, en ocasión de su viaje nupcial a Nueva York, resultaron cautivados por la televisión. Tal fue la magnitud del deslumbramiento que “de inmediato coordinaron con ejecutivos de televisoras estadounidenses para realizar una exhibición en La Habana”. Así —a expensas de sus ahorros disponibles— “durante una semana mostraron la televisión a los habaneros mediante breves espectáculos improvisados” por artistas estadounidenses y cubanos, entre los cuales estuvo la propia María de los Ángeles, primer rostro antillano en la pantalla de cristal.

Con Gaspar Pumarejo —quien había llegado a Cuba desde Santander y antes que empresario radiofónico había sido dependiente de ferretería— se completa la tríada de pioneros televisivos latinoamericanos. L’enfant terrible había aprovechado sin pudor la ritual lentitud de Goar Mestre, concentrado más en sus flamantes edificios de la Rampa habanera que en las fechas de inauguración. Y lo hizo con tal vehemencia que cargó de un tirón desde Nueva York con todo el equipamiento aún sin tener edificio donde instalar y operar un canal de televisión. De ahí la desesperada decisión que algunos capitalinos todavía recuerdan: el empresario obtuvo de sus suegros permiso para poner la residencia privada de éstos a disposición del Canal 4, Unión Radio Televisión, que sería inaugurado en el corazón de la urbe capitalina el 24 de Octubre de 1950 mediante una transmisión remota desde Palacio con un mensaje a la nación del presidente de la República.

Brasil, México y Cuba inauguran oficialmente —ése es el orden— sus transmisiones de televisión en 1950. En realidad fueron de los primeros países del mundo en hacerlo, apenas precedidos por Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia. Las mejores razones para explicarnos este hecho vienen de las peculiares circunstancias que dan soporte a las relaciones de América Latina con los Estados Unidos. Después de la II Guerra Mundial Europa tiene que restañar graves heridas y enfrentar además los quebrantos del proceso de división, así como las nuevas tendencias de un mundo que comenzaba a disputarle las colonias de ultramar con cuyos recursos financiaron buena parte de su progreso. Estados Unidos no tuvo mucho de qué resarcirse y más bien encontró en la contienda un paréntesis para potenciar una economía intacta. La agenda de la sociedad norteamericana después de la segunda Guerra Mundial era ocupada por los afanes del crecimiento, la prosperidad, la innovación y la abundancia de bienes. América Latina, no sin graves costos, captó parte de este impulso mediante la inversión de capital estadounidense que les permitió una gran revitalización de su actividad industrial, principalmente en Argentina, Venezuela, México y Brasil.

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