En 1995, en medio de un país marcado por la escasez y la incertidumbre, Adolfo Llauradó concibió un regalo para la memoria: Divas por amor. No era un documental cualquiera. Era un encuentro de almas, una reunión de once mujeres que habían sido faro, escuela y mito en la cultura cubana, y que ahora, desde la serenidad que da el tiempo, se sentaban frente a la cámara a conversar como si estuvieran en la sala de su casa. Rosita Fornés, María de los Ángeles Santana, Consuelo Vidal, Margarita Balboa, Raquel Revuelta, Gina Cabrera, Maritza Rosales, Verónica Lynn, Odalys Fuentes, Aurora Pita y Natalia Herrera —cada una un capítulo vivo de la historia artística del país— se reencontraban para contarse y contarnos quiénes fueron, qué vivieron, y qué quedó de aquellas luces y aplausos.
La magia de Divas por amor no está solo en los nombres que lo habitan, sino en la forma en que Llauradó logra romper la distancia entre espectador y artista. No hay entrevistas rígidas, no hay la frialdad del reportaje: hay miradas cómplices, carcajadas de anécdotas viejas, silencios que pesan y que hablan. En cada plano se adivina el respeto de quien sabe que filma algo irrepetible. Es un homenaje, sí, pero también un testimonio de época, de una televisión que todavía era el centro de la vida familiar y que moldeó generaciones con sus dramatizados, sus programas en vivo, sus musicales y su teatro transmitido a la pantalla chica.
A casi tres décadas de su estreno, Divas por amor sigue siendo un documento vivo de la historia de la televisión cubana. No solo porque conserva las voces, gestos y recuerdos de artistas que ya no están —nueve de las once divas— sino porque nos recuerda que la televisión fue, en su mejor momento, un espacio de creación artística de altísimo nivel. Muchas de estas mujeres no solo brillaron en la pantalla: venían del teatro, del cine, de la radio, y llevaban a la televisión una disciplina y un rigor que hoy son escasos. Sus historias, contadas sin prisa y sin impostura, nos devuelven la imagen de un medio que podía emocionar, educar y entretener con igual fuerza.
El valor de este documental no se agota en la nostalgia. Al revisitarlo hoy, se comprende que es también una lección sobre el respeto al oficio y sobre la importancia de preservar la memoria cultural. Llauradó filmó a sus “divas” sin edulcorarlas, mostrando sus arrugas, sus pausas, su vulnerabilidad, pero también su orgullo de haber sido parte de algo grande. Y es ese orgullo, transmitido con sencillez, el que convierte Divas por amor en un patrimonio afectivo para varias generaciones de cubanos. Las historias que ellas cuentan no son solo las de sus carreras, sino también las de un país y una época en que la televisión era un espejo en el que todos querían mirarse.
Hoy, cuando los programas y dramatizados de antaño sobreviven apenas en grabaciones dispersas o en la memoria de los espectadores, Divas por amor se levanta como un acto de resistencia contra el olvido. Es un recordatorio de que hubo un tiempo en que la escena cubana y la televisión se encontraban para dar lo mejor de sí, y de que detrás de esa magia había artistas de carne y hueso que amaban lo que hacían. Y quizá por eso, al verlo otra vez, uno siente que no está solo ante una pantalla: está, como entonces, en familia, compartiendo una noche cualquiera con las grandes damas de nuestra historia.