Cuando Tomasita Quiala se paraba frente a una cámara, no era solo una improvisadora: era un terremoto de gracia, una fiesta verbal, un acto de amor por Cuba. Hoy, con el corazón apretado y la garganta llena de silencio, decimos adiós a una de las grandes de la cultura popular cubana, a la mujer que trajo el repentismo al horario estelar, sin perder jamás la autenticidad del monte ni la ternura del alma.

Juana Tomasa Quiala Rojas —nacida un 29 de diciembre de 1961 en la entrañable Mayabeque— fue, por derecho propio, una de las voces más genuinas del arte oral cubano. Pero también fue un rostro familiar para miles de televidentes que la descubrieron en programas como Palmas y Cañas, donde su risa y su décima florecían como caña dulce bajo el sol de mediodía. En El motor de arranque, su chispa popular encontró un lenguaje aún más amplio, sin perder jamás su raíz campesina ni el acento de la verdad dicha cantando.

Tomasita no necesitaba una escenografía lujosa ni una gran banda sonora: su presencia bastaba. Con un pañuelo amarrado en la cabeza y la palabra lista en la garganta, improvisaba con la misma soltura con que otros respiran. En la televisión, rompió barreras de género, de estética, de geografía. Se volvió una embajadora del monte en la ciudad, de la décima en la era digital, de la risa como acto de resistencia.

Y sin embargo, no fue solo una artista de pantalla. Fue, por sobre todo, una mujer comprometida con su pueblo. Desde su comunidad en Güines, con la Asociación Nacional de Ciegos y Débiles Visuales, o en cualquier plaza donde se le invitara, Tomasita acudía con el alma lista para compartir. Fue reconocida con el Premio Nacional de Cultura Comunitaria en 2004, entre muchas otras distinciones, pero sus verdaderos premios fueron los aplausos sinceros, los abrazos espontáneos, los niños que la miraban con asombro y los ancianos que encontraban en ella un eco de la patria.

Durante su larga convalecencia este 2025, tras un infarto cardiovascular que la alejó de los escenarios por algunos meses, el pueblo la recordó con cariño y con la esperanza del regreso. Pero la vida —esa también gran improvisadora— tuvo otros planes. Tomasita falleció el 12 de junio en La Habana, y con ella se fue una parte del alma poética de Cuba.

Quedan sus décimas, sus grabaciones, sus gestos inolvidables. Quedan sus enseñanzas, su humildad sin pose, su manera de decirnos que el arte popular no es menor, sino esencial. Y queda su imagen: de pie, delante de una cámara, soltando versos que nacen del corazón y vuelan directo al de los demás.

Tomasita no se ha ido. Está en cada rima que arranca una sonrisa. En cada espacio de la televisión donde la voz del pueblo se hace presente. En cada palmo de tierra donde alguien, con el alma en la boca, decide improvisar… como ella.

Gracias, Tomasita. Por enseñarnos que la palabra también puede abrazar. Y que la televisión, cuando se llena de campo y verdad, también puede ser un altar.

 

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