503 años cumple hoy la otrora “Villa de San Cristóbal de la Habana”; ciudad mujer, madre y amante; lugar protagonista de las más trepidantes aventuras y las más desbordadas pasiones. En sus calles, fortalezas y barriadas, se han tejido durante siglos, los destinos de una nación en perenne búsqueda de identidad e independencia. Casi desde su fundación, La Habana ha sido musa inspiradora de bardos y pintores. Ni la literatura, la música y el cine, se han resistido a los innumerables encantos de su arquitectura, su gente y los mitos y leyendas cimentados con el paso del tiempo.
 A la televisión también ha llegado la magia de esta villa real y maravillosa; sus impresionantes paisajes naturales y urbanos, junto a conmovedoras historias de vida, han retroalimentado los contenidos audiovisuales, logrando un alcance nacional e internacional.
Sin dudas uno de los programas televisivos que durante décadas realzó los valores históricos, culturales y patrimoniales de esta ciudad maravilla, fue Andar La Habana. Conducido por aquel hombre inmenso e incasable que fuera nuestro historiador, Eusebio Leal Spengler, Andar…, nos proponía semana tras semana un paseo virtual por los sitios más emblemáticos o singulares del centro histórico y zonas aledañas. Conjugando un preciosismo literario desde el guion, con imágenes sublimes de la ciudad, el programa volaba con las amplias alas de la poesía audiovisual. En él conocimos la ardua labor de la OHC (Oficina del Historiador de la Ciudad) y sus diversas instituciones; aprendimos a amar su patrimonio material e inmaterial, así como su gran acervo cultural e histórico.
Pero probablemente sea en los terrenos de la ficción, donde nuestro medio le haya sacado mayor provecho a la “capital de todos los cubanos”. El contar historias de La Habana una y otra vez, tiene varias razones. El factor productivo ha sido determinante en una decisión como esa, por las consabidas carencias que la televisión ha sufrido por años. Pero también hay un fuerte componente artístico en esa elección; el poder argumental de relatos históricos y contemporáneos en ambientes habaneros nos ha puesto frente a frente a realidades de ayer, hoy y siempre, que no debemos evadir ni olvidar.
Por su gran popularidad y permanencia en pantalla, el género telenovela es el que más ha retratado a la ciudad desde diferentes poéticas, presupuestos literarios y aspiraciones socioculturales. En los primeros años, telenovelas pioneras como El Derecho de Nacer o Cecilia Valdés, ubicaban sus relatos en entornos habaneros, pese a que las grabaciones de las mismas fueran íntegramente en estudios y anularan la posibilidad de recrear La Habana de épocas pretéritas.

Con el paso de los años y el cambio tecnológico, la televisión cubana pudo salir a las calles y capturar las vistas más icónicas de la ciudad, para sus melodramas. La Plaza de la Catedral, La Loma del Ángel, el barrio de San Isidro o la espléndida barriada del Vedado, se convirtieron en constantes visuales dentro de las producciones dramatizadas.
El gran atractivo de las telenovelas con trasfondos históricos aseguró durante décadas, la adaptación de obras literarias cubanas, ancladas en tiempos de la colonia o la república. Una de esas obras fue Las Impuras, de Miguel de Carrión, que relataba los avatares de una mujer proveniente de la aristocracia, arrastrada al fango de la deshonra por la desenfrenada pasión hacia un hombre. La adaptación televisiva recreaba a una Habana de 1916 llena de contrastes; por un lado, estaba presente el lujo y la opulencia de la aristocracia capitalina, y por otro, la marginalidad y sordidez de los barrios pobres, los tugurios y los burdeles. La telenovela se preocupó por mostrar las calles de la Habana, sus palacetes y construcciones emblemáticas como la Catedral, símbolo de la religión y la moral, no siempre coherente con los más elementales instintos del ser humano.

Otra historia en tiempos de república nos llegó años después de la mano de ese inolvidable hombre de teatro que fuera Héctor Quintero. El año que viene, recién retransmitida en nuestras pantallas, nos ofrecía una mirada menos romántica de los años 30, 40 y 50. De nuevo se nos acercaba a los burdeles , a barrios humildes o solares habaneros, pero también se nos llevaba a la etapas de oro del teatro Alhambra , a las retretas habaneras y a la crónica social del momento, que relataba como ningún otro medio, el gran movimiento de obras públicas efectuado en dichos años, para lavar la cara del gobierno de turno y a su vez lavar dinero.
Escrita por Abraham Rodríguez, El eco de las piedras nos transportaba a una Habana colonial de la primera mitad del siglo XIX. Sobre el influjo de la producción azucarera, el contrabando de negros esclavos y la naciente formación de una conciencia criolla, se discursaba en esta telenovela de alto vuelo dramatúrgico. La diversidad étnica de la población habanera de aquel entonces es retratada con precisión; nobles españoles, blancos criollos, gitanos, pardos y negros, figuran dentro de los arquetipos diseñados por Rodríguez, y que representan ese mestizaje cultural tan frecuente en las ciudades de paso comercial de aquellos siglos en toda la América y el Caribe.
Para inicios de los años 2000, el director Rafael (Cheito) González, llevaba a la pequeña pantalla la historia de cuatro jóvenes blancas, pobres y desamparadas, aspirantes a un sorteo que redefinirá sus vidas y sus interacciones con la compleja sociedad de la que forman parte. Las Huérfanas de la Obra Pía, usa la tradición habanera que data del siglo XVII, de ofrecer una dote a jóvenes por medio del sorteo de la Obra Pía, como leitmotiv para discursar sobre los conflictos sociales y políticos de la Habana de 1840. A su vez, nos pone ante tradiciones tan cubanas como las tertulias o los paseos por la Alameda de Paula.
Pero la Habana contemporánea, con sus alegrías y tristezas, también ha sido retratada una y otra vez por nuestras producciones dramatizadas. Tal vez una de las telenovelas más recordadas de los años 90 sea Si me pudieras querer, donde los encuentros y desencuentros de los vecinos de un solar habanero, hacían las delicias de los televidentes cubanos, identificados con tales conflictos, que eran prácticamente los suyos. El problema del transporte en la capital, los conflictos habitacionales, entre otros tópicos, eran tratados con naturalidad y conciencia social. Las imágenes de lugares emblemáticos de la Habana no faltaron en esta producción, con claras intenciones artísticas, pese a los frenos impuestos por la tecnología de la época.
Recién retransmitida por Cubavisión, ¡Oh, la Habana!, volvía sobre los pasos de esta ciudad real y maravillosa. Aquí, el tratamiento de los barrios humildes, la gente común que en ellos habitaban y sus aspiraciones, acaparaban la atención del espectador, que nuevamente conectaba sus vivencias personales con la trama. El gran logro de esta obra de Charlie Medina es la honestidad al captar las imágenes de una ciudad deteriorada, castigada por el paso del tiempo, pero viva; tan viva que parece abrazar a quien dentro de ella habita.

Es así como nuestra televisión no deja de soñar a la Habana, de regalarle los mejores planos y las más cálidas historias. De esta ciudad mujer, madre y amante, habrá que seguir escribiendo y profundizando en su historia y sus contribuciones culturales. Nuestra capital es tan real que maravilla, por eso será siempre merecedora de dignas representaciones audiovisuales.

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