A las tres de la tarde, Multivisión se detiene. Con el reloj marcando el punto exacto, comienza Amor y venganza, la más reciente telenovela turca que ha llegado a la parrilla cubana, y desde hace semanas no hay quien le quite el ojo de encima. El rostro de Kıvanç Tatlıtuğ, con ese gesto contenido entre el dolor y la furia, se ha vuelto tan familiar como el del vecino. Y no importa que la trama esté plagada de secretos familiares, venganzas heredadas y amores imposibles: eso, precisamente, es lo que más gusta.
Desde hace más de una década, las telenovelas turcas se han colado en la cotidianidad latinoamericana con la fuerza de una ola inesperada. En Cuba, han sustituido en el gusto popular a las producciones brasileñas y mexicanas que durante años marcaron la pauta del melodrama. ¿Por qué? La respuesta es tan sencilla como profunda: Turquía ha sabido renovar el género sin traicionarlo. Conserva la columna vertebral del drama —amor, traición, celos, rivalidades, luchas familiares—, pero le agrega una capa de solemnidad, belleza estética y pausas narrativas que permiten respirar el conflicto.
Amor y venganza, por ejemplo, nos pone frente a un dilema clásico: Cesur llega al pueblo donde su padre fue asesinado para ajustar cuentas, pero se enamora de Sühan, hija del enemigo. Lo que podría parecer una historia gastada, cobra vida con una dirección de arte meticulosa, una fotografía cinematográfica, silencios cargados de tensión y diálogos que no se dicen a gritos, sino a media voz. Hay algo en esa contención —que a veces roza la melancolía— que conmueve. El espectador cubano, tan acostumbrado a las emociones expresadas con estruendo, encuentra en ese otro ritmo una especie de sosiego.
Además, los rostros turcos han conquistado por su exotismo: parecen europeos, pero también árabes; son distintos, pero no demasiado. Esa mezcla cultural, sumada a paisajes impresionantes —desde las calles empedradas de Estambul hasta los valles inverosímiles de Capadocia—, crea un universo visualmente seductor. Todo es más elegante, más sobrio, más “grande”, y al mismo tiempo cercano.
Hay también un componente identitario: muchas de estas telenovelas muestran sociedades atravesadas por tradiciones rígidas, familias patriarcales, mujeres atrapadas entre el deber y el deseo. El público cubano, que no es ajeno a las contradicciones entre modernidad y conservadurismo, se ve reflejado en esos conflictos. Se reconoce en los silencios de Sühan, en la obstinación de Cesur, en la moral ambigua de Tahsin Korludağ.
Y luego está lo inevitable: el amor. En tiempos de crisis, de escasez y cansancio emocional, las telenovelas turcas ofrecen una escapatoria decorosa. No prometen felicidad eterna ni finales complacientes, pero nos regalan el espejismo necesario. Un amor que duele, que se calla, que desafía, pero que nunca es vulgar. Amor que se construye con miradas largas y músicas de fondo, no con besos arrebatados ni frases rimbombantes.
Hay quien las llama “melodramas modernos”, y quizá lo son. Pero más allá de etiquetas, las telenovelas turcas han sabido reinventar el gusto por las historias bien contadas. Amor y venganza no es solo otra historia de amor imposible: es el reflejo de por qué, todavía hoy, las telenovelas siguen siendo uno de los géneros más consumidos de la televisión en Cuba. Nos distraen, nos conmueven, nos hacen hablar. Nos devuelven, por una hora al día, al lugar donde todavía creemos que el amor —aunque duela— lo puede todo.