Desde la dolorosa noche del 25 de noviembre su nombre se ha repetido infinitas veces en todos los confines del planeta. Ese nombre entrañable, despojado de apellidos, grados militares y jerarquías políticas, con que los cubanos decidimos llamarlo hace mucho tiempo: como solemos hacer con los seres muy cercanos y queridos.
Siempre pronunciar su breve y gigantesco nombre ha sido semejante a denominar de otra manera nuestra historia, pero a partir de ahora decir Fidel será pactar un compromiso de lealtad y permanencia con su obra, su legado, su vehemente entrega a cada uno de esos sueños por los que combatió en cada instante de su vida interminable.
Porque la existencia de Fidel no acaba en este adiós con el que no contamos nunca, pues mientras haya un patriota en esta tierra, en su pecho habrá de reencarnar el invicto guerrero de tantísimas batallas, el infatigable constructor de futuros diferentes, el brillante estadista que elevara la dignidad nacional a la altura de las palmas, el perenne sonador que puso luz hasta en los amaneceres imposibles.
Asistidos de buenas o de malas intenciones, hoy algunos en el mundo se preguntan como será Cuba en lo adelante, y los cubanos bien nacidos tenemos la respuesta: nuestra Patria seguirá siendo digna de la obra, el legado y la entrega del fundador de la Revolución.
Hay once millones de razones para confirmarlo, porque desde hace mucho tiempo Fidel también se llama Pueblo.