Recién mudada al edificio conocido como Fama y Aplausos, por la cantidad de artistas que ahí vivían, en el año 1999, escuché a toda voz la canción El Gatico vinagrito. Pensé que alguien lo llevaba en una grabadora, pero de pronto una frase interrumpió la música. Salí a ver qué pasaba en la escalera –ese día los dos ascensores estaban rotos-  y allí en el descanso, con esa suerte de poncho largo que usaba, estaba Teresita Fernández encendiendo un tabaco. La invité a pasar a mi casa –en el cuarto piso- pero denegó la oferta.

 

“¿Quién tu eres?”  Me preguntó, y le hablé de El Caimán Barbudo, a lo que no hizo ningún caso. Me reconoció por Radio Reloj y para mi asombro nombró alguno de mis comentarios, como uno que hice sobre Alberto Korda. Yo conocía a Tere (así le dije desde entonces) de cuando ella tenía su peña de los jugares, en el Parque Lenin, pero aquel día en la escalera nació una amistad de la que me honro, al final aceptó un poco de café y me dijo con una  carcajada “de cuatro en cuatro llego al piso doce, ahí está mi palomar”.

Ese fue mi primer encuentro.  Luego organizamos una peña en el patio del Edificio a la que asistían los vecinos más niños y niñas del barrio San Martín. Como siempre que actuaba luego venía lo que llamó  “la procesión de los besos”. Ningún pequeño se iba sin acercarse a la trovadora, que luego por inclinarse con ellos sufría el dolor de espalda y molestias en la cervical.

De las muchas veces que subí al piso doce- luego, mi claustrofobia lo impidió- nunca olvido una tarde en la que me contó como una botella de ron era su compañera cuando le daban un premio importante y llegaba a la casa sólo poblada por sus perros y gatos. Ese día adiviné cierto parpadear acuoso en sus ojos. Se sentía sola a pesar de que nunca faltaban amigas o amigos,  más muchísimos jóvenes que la visitaban para conocerla o pedirle un consejo. Ya no bebía ni un tantito y me contaba que mientras lo hizo no fue en medio de un concierto para niños.

Tere tenía pánico de los rayos. De hecho, cuando se formaba una tormenta ingería uno o dos nitrazepán, y se acostaba con una almohada en la cabeza para no escuchar los estruendos. En tiempo de ciclones bajaba para la primera planta, desde que había posibilidades de que el huracán de turno pasara cerca de La Habana.

Le agradezco a Tere cómo trató a mi Mamá que cuando la conoció tenía 86 años y cada vez que necesitaba tabaco, agarraba el elevador e iba a buscarlo a casa de “su nueva amiga”. Claro, un platico de sopa, un pedazo de pan con queso o un poco de potaje la acompañaban para “la pobre, está tan solita”. Mima siempre le decía que se buscara un marido y Tere le respondía que lo hiciera ella que tenía “La pajarilla alborotada”. A veces Tere bajaba a verla, a traerle un caramelo o un tabaco.

Cuento estas cosas porque se que hoy en Cuba y toda América Latina se estará escribiendo sobre la compositora e intérprete de música infantil, que junto a la argentina María Elena Walsh y el mexicano Gabilondo Soler,   es reconocida en los últimas décadas como un pilar entre los mejores autores para los más pequeños; en una artista que mereció el Premio Nacional de Música, el de Cultura comunitaria, el Machete de Máximo Gomez y tantos reconocimientos más  que no alcanzaría una cuartilla para escribirlos uno tras otro.

Recordarán también que cantó con Bola de Nieve quien reclamó  la presencia de la principiante en las noches restaurante Monsigneur y luego ganó un lugar propio en el medio de La Rampa, en El coctel,  donde  se reunía un público variopinto a escuchar la descarga de una mujer que llegó a componer cerca de quinientas canciones, una buena parte dedicada a los adultos, ubicadas según ella misma dijo entre “el feeling y la nueva trova.”

Tere había llegado desde Santa Clara, su ciudad natal, y tuvo la suerte de encontrarse con Las Hermanas Martí: “fueron ellas quienes invitaron a mi primer concierto al mismísimo Sindo Garay. También hicieron que Esther Borja escuchara mis primeras canciones y que Luis Carbonell me diera el visto bueno. Por mediación de ellas, además, conocí a Bola de Nieves un día que me llevaron a Guanabacoa. Cuando me oyó cantar me dijo: “Usted es la única guajira que yo soporto con una guitarra en la mano”.

Se arriesgó a musicalizar versos de José Martí y Gabriela Mistral, salió airosa, tanto que es difícil que un niño de cinco años o uno de cincuenta –a todos Tere les cantó- cuando escuche “Dame la mano y…” no continúe la canción, quizás sin saber que su letra es de la reconocida premio Nobel de Chile.

Alguna vez me dijo “¿ves esos premios? …el que más me gusta es que un padre que cantó mi gatico o Tin tin  lleve a su hijo a escuchar esas canciones y se las enseñe”

Doctora en Pedagogía y autotitulada “una maestra que canta”, Tere confesó que “Visité Cuba de punta a cabo; muchos países de América, de Europa… pero nunca dejé que los éxitos se me subieran para la cabeza. Es que no me propuse ser famosa. Quería cantar y ya; por eso soy feliz. Mi estilo es como la vida misma. Me gusta contemplar a los gorriones que vienen a mi ventana; me fijo en las flores silvestres, en las nubes… disfruto el amanecer, el mar… la naturaleza es superior a la vida que nosotros mismos nos imponemos y limitamos. Es preciosa y vivimos dentro de ella.”

En una entrevista concedida hace algún tiempo al preguntarle que salvaría del planeta, no vaciló en responder “Sería el amor. Pero no el de la pareja; sino el amor como el aire que respiro, como la luz del sol, el que te hace ponerte en el lugar del otro. El amor que no está ni siquiera en la flor, sino en su recuerdo.”.

Por eso ahora que conozco su muerte,  la escucho por la escalera, cantándole al gatico más famoso, y a su lado va Tati, la hija negra que el destino le regaló para que sus últimos días no fueran tan solos y tristes, sino llenos de la ternura y preocupación por el más leve malestar de mi amiga Tere, esa gran mujer que nos ha acompañado todos estos años y... seguirá haciéndolo con las canciones y los recuerdos.

(Tomado de La Jiribilla)

 

 

 

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