Llorar siempre será un placer cuando de melodrama se trate, y eso lo saben muy bien Yoel Monzón y Alberto Jaime Salmon, que, provenientes de formaciones diferentes, entienden la telenovela como lo que es: un género de excesos, de mixturas, en donde todo vale a la hora de cumplir con su cometido dramático y social, que es entretener a las audiencias. Así lo demuestran estos dos autores en su telenovela en conjunto, Regreso al corazón; tal vez una de las piezas más arriesgadas y deudoras del folletín clásico de los últimos tiempos en Cuba.

Regreso al corazón dividió desde su primer capítulo a los públicos; algo que suele pasar cuando una obra se muestra diferente, en un contexto donde el género telenovela es mostrado -mayormente- al espectador de manera “diluida”, como si se le temiera a la ampulosidad y efectismo de una fórmula nacida en Cuba, pero que se le mira de soslayo por ciertas zonas de la intelectualidad y de un público más apegado a esa otra telenovela que durante mucho tiempo se nos ha (im)puesto y a la que algunos han bautizado como “telenovela social”. 

Pero aunque desde un bando o del otro se siga debatiendo si es Regreso al corazón el melodrama definitivo, ese que debería echar raíces sin pudor ni temores en nuestra televisión, una verdad se desliza de manera casi imperceptible: la novela ha prendido en los públicos, hasta en el más “aguzado” espectador que niega consumir el formato pero polemiza sobre él, lo pone contra las cuerdas, lo cuestiona; en definitiva, lo consume.

Muy poco pacientes fueron ciertas zonas de la crítica, que tildaron, apenas en el capítulo dos, a la reciente telenovela, de remedo burdo y arcaico de las telenovelas de Televisa. Aunque ciertamente Regreso al corazón no niega su profunda esencia folletinesca, hay en ella valores dramáticos y estéticos, que superan con creces los productos generados de la televisora mexicana.

Comencemos por analizar las procedencias de sus autores, hombres que le saben al género desde frentes distintos pero igual de válidos. Alberto Jaime Salmon, de quien es también la idea original, es un joven guionista más que probado en el mundo de las radionovelas, sobre todo en su natal Santiago de Cuba, donde se ha hecho de un nombre a golpe de buenas historias, emoción y conexión directa con los oyentes. Salmon defiende sobre todas las cosas el amor romántico, ese que es capaz de sobrepasar todos los obstáculos y pruebas; una postura esta poco usada en las telenovelas cubanas de los últimos quince años.

Por su parte, Yoel Monzón, “el orfebre de historias”, reacomodó y amplió, desde su oficio escribiendo telenovelas, el universo ficcional que proponía Salmon. Monzón movilizó la obra, la enriqueció con temáticas de gran calado social que suavizaron ese dejo folletinesco que se respira desde el propio título. Entre ambos autores se las ingeniaron para recuperar recursos del género casi siempre infalibles.

El elemento detectivesco conocido como el “¿quién mató?”, muy utilizado en telenovelas brasileñas de la autoría de Gilberto Braga, Aguinaldo Silva o Silvio de Abreu, aquí fue retomado por los autores cubanos en un momento donde la trama lo necesitaba y con un personaje clave para que tal recurso funcionara. Silene no era un rol cualquiera, sino la tercera pata del triángulo amoroso principal, que ya venía quedando rezagado en la trama en comparación con otras historias “secundarias” mucho más atractivas para los públicos.

Entre inconformidades con la muerte de un personaje tan querido y la duda sobre la identidad de su asesino, la telenovela ha sacudido hasta el espectador menos entusiasta y eso en un público tan exigente con sus productos nacionales, es un logro inmenso.

Pero de nada valdría el empeño de los autores en diseñar una telenovela de la a la z, sin realizadores que interpretaran de manera correcta los senderos emocionales y narrativos que explora la obra. Loysis Inclán en la dirección y Eduardo Eimil en la codirección y dirección de actores, supieron mantener un tono melodramático preciso, muy internacional, que hace que los códigos dramáticos de Regreso al corazón puedan ser entendidos por espectadores de las más disimiles procedencias y nacionalidades.

No es menos cierto que los realizadores abusan de un marcado efectismo en la puesta en escena. El énfasis visual y sonoro raya por momentos en la cursilería y el kitsch, lo que propició en sus inicios comparaciones nada felices con producciones foráneas. Pero en su conjunto la obra es salvada por el rigor y mimo puesto en las disciplinas técnico-artísticas que la componen.

Desde la apertura misma, a cargo de Yariel Fernández Ayala, se nota la búsqueda de una identidad visual que trascienda el mero hecho de presentar y colocar créditos. Aquí, tanto la presentación como la despedida, incluso las viñetas de intervalo, tienen un marcado propósito conceptual: Fernández Ayala desde su frente logra contar lo que las escenas no pueden por sí solas. El trabajo de animación 3D es exquisito, pulcro, quizás uno de los usos más atinados de esta técnica en toda la historia de nuestra televisión.

La música de Waldo Mendoza viste de sentido lírico a la presentación y la despedida, e incorpora motivaciones melódicas a personajes y subtramas. Esto último, no siempre es logrado con eficacia en nuestras telenovelas, donde, ya sea por cuestiones productivas o de tiempo, la música suele ser elemental, discreta. Aquí hay un despliegue sonoro que se agradece y que permitirá –de eso estoy seguro– que Regreso al corazón sea recordada por buen tiempo gracias a sus temas.

La fotografía es otro rubro importante en esta producción. Yosvel Ortiz Pozo logra registrar una visualidad armoniosa, colorida, floral, muy a tono con uno de los entornos protagónicos de la trama. Cada plano es aprovechado al máximo en ese afán de capturar belleza, equilibrio.

El editor Jorge Gómez de La O “reescribe” la obra desde su disciplina; le confiere ritmo, energía y acentúa ese tono “jabonero” por el cual los realizadores han apostado. No existen cortes demasiados bruscos o anticlimáticos dentro del montaje, lo que permite que la trama siempre avance, no desfallezca.

Afortunadamente esta producción rescata a la dirección de arte como especialidad, la hace funcional y no un mero crédito. El encargado de la misma, Yasser Briosso Manzano hace un estudio primeramente del texto dramático, la naturaleza de las historias y de la propia estética del género, para “emular” desde su referentes esa visualidad. En ese empeño sabe colocar, como cuentas de un collar, a otras especialidades, como escenografía, ambientación, vestuario, maquillaje, peluquería y luces. Todas dialogan armoniosamente con la dirección de arte, regalándonos un producto agradable a la vista, aunque perfectible.

En el apartado actoral se nota un alto y parejo nivel interpretativo entre actores veteranos y debutantes. Quizá el principal causante de estos resultados sea Eduardo Eimil; un hombre entrenado en el teatro y con una vasta experiencia en la dirección de actores para los medios. Eimil logra regular los tonos, homogeneizarlos, y llevarlos al terreno deseado por la realización. Tal vez en ciertos momentos prime la “ampulosidad” y el exceso, pero es con toda la intención de abordar el género desde sus esencias.

A la pareja protagónica, encarnada por Gabriela Álvarez y Enrique Bueno le faltó química y desenfado. Un aire de corrección y frialdad se siente en todas sus escenas juntos. Es entendible que tal opción interpretativa tenga mucho de la mano de la dirección, pero un poco de irreverencia y espontaneidad no le hubiera ido mal a los histriones. Bueno, un actor con innegable carisma, aquí opta por anular esos rasgos y quedarse con el aura de galán trasnochado y gris, al que debe ir dejando a un lado poco a poco para darle paso a otro tipo de personajes en su carrera. La Álvarez, en la misma energía austera de su partner pero con menos recursos, suele mostrarse monocorde y rígida en casi todas sus escenas. Asume el rol de la heroína de manera externa, sin los colores y dobleces que el guion proponía.

Sin lugar a dudas los personajes secundarios de esta obra son los que calzan el producto, y no porque fuera así desde la partitura dramática, sino por el “picante” que logran añadirle a sus participaciones. Linda Soriano, una joven pero mítica mujer de las tablas, llega a la televisión con una fuerza descomunal, metiéndose en un bolsillo a todo un pueblo que reconoce la verdad con la que viste a su personaje, los resortes emocionales que le pone y la intensidad con la que vive a Leticia. Soriano no juzga a su rol, lo muestra, expone su verdad y sale airosa en ese intento. Tal vez el uso de sus graves imposibilite el entendimiento de ciertos parlamentos, pero no se trata exactamente de problemas de dicción, sino de poco entrenamiento auditivo de las audiencias con relación a una voz atípica en una mujer, profunda, que la hace mucho más atractiva, exótica.

Delvys Fernández vuelve a demostrar con su Mariano el increíble actor que es. Fernández hace uso de su gran bis cómica para encarnar a un villano ladino, oportunista pero con momentos muy disfrutables y sinceramente graciosos. Eso es lo que hacen los grandes actores: aprovechar cada oportunidad que sus personajes le ofrezcan para jugar, explorar y crear más allá de lo escrito en guion.

Tony Lugones es una de las mayores sorpresas de la telenovela; un artista probado en las tarimas de la música pop-rock. Pero el que es artista lo es en todos los frentes, y así lo demuestra Lugones con su Adriano; un ser luminoso, carismático, pero provisto de contradicciones y conflictos internos muy ricos y excelentemente aprovechados por el actor, al que sería un verdadero lujo disfrutarlo en otros roles.

Rey Gessa, el joven actor que interpreta a Camilo, hace un uso muy inteligente del arco dramático de su personaje. Camilo en su piel evoluciona todo el tiempo, pero a la vez confunde y despierta sentimientos encontrados en los espectadores. Eso es lo que logra una buena interpretación: que las audiencias empaticen hasta con las sombras, porque de esas está plagada la vida.

Alicia Hechavarría, siempre espléndida,  asume un personaje en extremo difícil por lo cercano al estereotipo y la caricatura. Pero como siempre, la actriz de conocida estirpe, transforma lo predecible en único. Viste a Angélica con sutilezas, gestualidad precisa y algo vital en este oficio de encarnar criaturas: verdad.

Otras actuaciones siguen esta línea de rigor y compromiso con la obra, pero algunos no logran escapar de cierta predisposición a construcciones externas, efectistas, donde actuar el resultado se vuelve una máxima y el mayor pecado. En esa cuerda se encuentran Anarelys Ruiz, Alejandro Aguirre y una Loreta Estévez que apenas escapa de la sobreactuación a golpe de oficio -recorrido tiene para eso- y empatía con sus compañeros de escena.

Regreso al corazón ha movilizado a todo un país pese a la crisis energética y los miles de inconvenientes que las condiciones actuales ponen a los espectadores. Pero hay una lealtad casi genética con el género, una necesidad de vibrar con sus historias, de contemplar la belleza de un beso o escuchar el lirismo de un parlamento construido desde los recursos del folletín más clásico, pero que es totalmente valido.

Quien crea que el melodrama más puro es algo vencido, que vaya a zonas rurales del país donde un solo televisor con una planta le sirve de cinecito a toda una comunidad, ávida de saber quién mató a Silene o en qué quedarán los deseos de concebir un hijo de Adriano y Angélica. Cuando fenómenos así suceden es porque el producto comunicacional ha calado en la gente, removido sensibilidades, lo cual nos indica un camino a seguir.

Siempre habrá quien niegue la efectividad de un género que no en vano ha pervivido por más de setenta años en los corazones de toda una región; pero también habrá creadores como Yoel Monzón, Alberto Jaime Salmon, Loysis Inclán y Eduardo Eimil que defiendan con uñas y dientes sus esencias.

 

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