Este 13 de mayo se cumplen noventa y cinco años del nacimiento de un cubano poco común, que se convirtió en héroe sin exponer su vida en una trinchera, en una riesgosa y extrema misión de rescate y salvamento, o soportando estoicamente las más brutales torturas sicológicas y físicas. Este hombre demostró su heroísmo trabajando. Pero tampoco lo hizo derribando miles de arrobas de caña con el filo de su guámpara, operando maquinarias en jornadas interminables o construyendo imprescindibles obras sociales sin descanso y a deshoras.
Este hombre poco común, que consagró su vida a esa bella forma de lo bello que es la música, se hizo héroe fabricando canciones inmortales frente al teclado de un piano, atrincherado detrás de una batuta y edificando la cultura nacional. Se llamó Adolfo Guzmán y quizás desde su llegada al mundo el 13 de mayo de 1920 estuviera dotado de una extraordinaria percepción auditiva, que se le fue educando y perfeccionando mucho más cuando tempranamente comenzó a lidiar con la teoría y el solfeo, y a entenderse de maravillas con las teclas de ébano y marfil que le permitirían traducir en melodías tantos sentimientos y emociones.
Porque el maestro Guzmán poseía lo que los conocedores llaman “oído absoluto”, y eso le permitía identificar cada nota musical en los sonidos cotidianos que se sucedían a su alrededor: el claxon de un vehículo, el tintinear de dos copas en un brindis, el metálico repique de un cuchillo cuando cae al piso. Y con tanta dedicación y pasión se volcó a la música, que todo el tiempo le resultaba insuficiente para hacerla, ya fuera desde el piano o al frente de cualquier formato instrumental.
Es que a este hombre poco común le asistieron desde los mismos comienzos de su ejercicio profesional unos extraordinarios atributos, no sólo como virtuoso pianista y exquisito compositor, porque Guzmán tenía también el don de organizar, aglutinar, orquestar; de hacerse seguir desde que elevaba los brazos, bajaba la vista hacia la partitura o dirigía hacia un músico o hacia una sección del conjunto su mirada. Esa mirada suya tan especial, con una profundidad en la cual afloraba la inmensa calidad humana que lo caracterizaba como un hombre “en el buen sentido de la palabra, bueno”.
De ese modo también evocan a Adolfo Guzmán todos los privilegiados por su cercanía, por sus enseñanzas, por su amistad; todos los beneficiarios de su arte. O lo que es lo mismo, Cuba entera. Por eso en la cancionística cubana pervive aún el infinito desconsuelo que significó su pérdida aquel aciago 30 de julio de 1975, porque muchas partituras se quedaron esperando por las notas musicales que sobre ellas hubiera desgranado la sublime inspiración del artista que mereciera en vida -y aún después de su muerte- el Título Honorífico de Héroe del Trabajo de la República de Cuba.
De otro modo no podría reconocerse la labor de quien con poco más de veinte años de edad fue uno de los directores musicales y orquestadores de la Mil Diez, estación radial del Partido Socialista Popular. Pero no fue sólo en aquella legendaria emisora donde Adolfo Guzmán hiciera sus considerables aportes, pues la historia de la radio cubana tiene en el desempeño de este músico la razón de ser de incontables episodios que la engrandecieron y dignificaron.
Fundador además de la televisión cubana en los albores de los años cincuenta del pasado siglo, alternó sus responsabilidades como director musical en ese impactante medio de comunicación con el siempre apetecido trabajo directo frente al público en prestigiosos centros nocturnos y cabarets, sin descuidar por ello su pactado compromiso con la radio y con las incipientes transmisiones televisivas.
Un gigante de la sensibilidad y del trabajo fue Adolfo Guzmán hasta su último aliento, pues cuando sintió la cercanía de la muerte no pidió la presencia de un médico, sino que se llamara a la emisora radial donde lo esperaban para un ensayo, y hubiera posibilidad de sustituirlo. Como si fuera posible sustituir alguna vez en la historia musical cubana a un hombre poco común, que demostró su heroicidad fabricando canciones inmortales frente al teclado de un piano, atrincherado detrás de una batuta y edificando la cultura nacional.