La Columna
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- Escrito por: Frank Padrón
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El encuentro en el más reciente programa “Amores difíciles” (CV, domingos en la noche) del filme El retorno (Estados Unidos, 2024), del realizador italiano Uberto Pasolini (Cerca de ti, Still Life, Machan…), nos invita a montarnos en la máquina del tiempo de la propia pantalla y evocar la cantidad de cintas basadas en la saga homérica, tanto de La Ilíada como, sobre todo, de esta en que se inspira el nuevo título: La Odisea.
Directores prestigiosos como Andrei Konchalovski, Joel Coen, Francesco Rossi, Robert Wise o Christopher Nolan, entre otros muchos, desde los registros de largometrajes, animados y series, en distintas épocas, han abordado los relatos del maravilloso aeda, ubicados en las guerras de la llamada Antigüedad clásica entre Grecia y Troya, que, entre mitos y realidad histórica, focalizaron importantes conflictos humanos, sociales e históricos aun hoy vigentes.
El legendario regreso de Ulises (Odiseo), quien aparece en las costas de Ítaca tras veinte años de contienda bélica, presupone el choque con decenas de pretendientes que, ante su presunta muerte, desean celebrar nupcias con la esposa Penélope, quien, fiel y esperanzada, teje una gran sobrecama para renovar los esponsales cuando su eterno amado reaparezca. En medio de este clima hostil y peligroso, el hijo de ambos, Telémaco, se debate entre la duda y el rencor contra el progenitor, quien, vivo o muerto, ha perdido la guerra después de cometer un crimen aún más imperdonable para el joven: el abandono de su familia.
La nueva lectura vuelve a poner sobre el tapete, y desde las puntadas de la tenaz mujer, aspectos como la fidelidad matrimonial —más asentada en el amor verdadero que en los preceptos legales o tradicionales—, la ambición (los pretendientes deseaban no solo la belleza intacta de la mujer, sino su fortuna y prestigio), las relaciones familiares, la legitimidad o no de las guerras, y el paso, la erosión del tiempo que puede arruinar tantas cosas pero fortalecer otras.
El cansancio, el envejecimiento, el desgaste físico del héroe griego no son óbices para que mantenga tanto su destreza con el arco y la flecha como sus principios, su discreción y esa capacidad de análisis que le hace sopesar todo con paciencia y cuidado; también el amor que corresponde a los sentimientos puros de su cónyuge y, pese a su confusión y sus dudas, del hijo.
Habituado a las prisas y la adrenalina, Hollywood, esta vez, desde la cámara del otro Pasolini (su origen mediterráneo “tira” para el tempo más bien lento y denso del cine europeo), se desmarca de ello en función de casi dos horas donde, a veces, los silencios, los planos dilatados y la casi ausencia de elipsis ralentizan el ritmo, que, si bien en ocasiones ayuda a la maduración de los motivos dramáticos y la plataforma reflexiva que sustenta el relato fílmico, también amenaza con agotar la paciencia del más interesado de los espectadores.
Quizá por ello choque un poco la carnicería final, toda una orgía “gore” donde la sangre y la acción alcanzan cotas elevadas, en un giro abrupto que otras miradas fílmicas han resuelto con un poco menos de espectacularidad y efectismo (recuerdo, por ejemplo, Las aventuras de Ulises, sobria versión de Francesco Rossi en 1968, con Bekim Fehmiu y la griega Irene Papas, devenida también serie televisiva).
Aspectos que sobresalen en El retorno son la exquisita dirección de arte, que incluye la reconstrucción de época y ambiente, vestuario, maquillaje y escenografía confeccionados con rigor y pormenorización; así, la fotografía (Marius Panduru), que se divide entre claroscuros y luminosidades según las peripecias argumentales, y una música (Rachel Portman) sobria y ausente de innecesarios subrayados, integrada a la perfección a toda la expresiva banda sonora.
Las actuaciones nos enfrentan a un envejecido y abrumado Ralph Fiennes, quien se enfoca en proyectar una imagen más cercana al antihéroe que al celebrado mito: lleno de dudas y arrepentimientos, de vergüenza y soledad, su labor nos acerca a la dimensión de ese gran intérprete que ha demostrado ser siempre; la no menos virtuosa Juliette Binoche le acompaña en otra demostración de sensibilidad e interiorismo. Charlie Plummer (Telémaco), Chico Kensari (el más obstinado pretendiente) y Ángela Molina (una nodriza tan envejecida como el protagonista) se mantienen en una órbita histriónica más bien discreta.
Irregular, pero de todos modos intensa y sólida, El retorno se suma con dignidad a la extendida y variopinta saga fílmica sobre la “masterpiece” del divino y siempre presente Homero.
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- Escrito por: Frank Padrón
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Estrenamos en TV, mediante el espacio “De Nuestra América”, la más reciente versión fílmica de Pedro Páramo, célebre novela del mexicano Juan Rulfo, considerada una de las más importantes obras literarias de América Latina. La dirigió el fotógrafo cinematográfico Rodrigo Prieto, quien debuta con ella en este rubro.
El viaje de Juan Preciado al sombrío pueblo de Comala tras la muerte de su madre y en busca de su padre, el cacique y patriarca Pedro Páramo, en tiempos de guerra civil, es el punto de partida de esa novela escrita en los años 50 del siglo pasado, y que, para Borges y otros muchos expertos, constituye una de las mejores novelas de las letras hispánicas y aun más allá: antecedente directo de lo que después sería llamado “realismo mágico” e indiscutible semilla del “boom” literario que, una década después, reuniría a nombres ilustres como García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar o Carlos Fuentes.
Tras anteriores versiones fílmicas en 1966, 1978 y 1981, la que ahora nos ocupa, realizada el año pasado, constituye la ópera prima del consolidado fotógrafo Rodrigo Prieto (quien ha trabajado con directores tan importantes como Oliver Stone o su coterráneo González Iñárritu), partiendo del guion escrito sobre la novela por el español Mateo Gil, y la cual no ha estado exenta de polémicas, como ocurre casi siempre cuando de adaptaciones literarias se trata, sobre todo de textos tan complejos y difíciles, además de ilustres, como el de Rulfo.
Me sitúo entre quienes están a favor de esta inteligente y sutil lectura, que —como opina el colega Daniel Pardo— aprehende y transmite importantes claves para descifrar México y la “mexicanidad”, presentes en la novela, emblema por otra parte de economía en el uso magistral e imaginativo de los recursos literarios.
Estas claves serían: la relación con la muerte, tan importante como sabemos en el mundo azteca desde tiempos remotos; la sociedad de pobreza y exclusión en la época (agregaría yo: el abismo brutal entre ricos y desposeídos); el lenguaje y la forma de expresión campesinos, imitados y recreados magistralmente por el escritor; la plasmación de esa geografía “recóndita e infértil” que constituye el espacio literario (si bien transido por ese otro topos mítico y esotérico); y la caracterización del patriarca mexicano: seductor, machista, irresponsable con las mujeres y los hijos, tiránico en tanto padre y marido, e implacable con enemigos, aunque conciliador y oportunista cuando se ve amenazado (como ante los presuntos revolucionarios del movimiento Cristero).
Apoyado en colaboradores de lujo como el músico Gustavo Santaolalla y el fotógrafo Nico Aguilar, y esmerado en otros rubros no menos esenciales, tales como la dirección de arte, el vestuario y el maquillaje, Prieto erige ese mundo fantasmagórico, de muertos vivientes y vivos que colindan y dialogan con la muerte, a la vez que expone el contexto brutal de caciquismo, alcahuetería, esoterismo y amores frustrados —como el que sirve de columna vertebral al relato entre el protagonista y su amor de adolescencia— que también un riguroso montaje resuelve en su fusión alterna y constante de los tiempos.
No menos importantes resultan, por supuesto, las actuaciones, que transmiten a plenitud los complejos perfiles de los personajes, comenzando por el brillante protagónico de Manuel García-Rulfo (a quien viéramos hace poco en Fiesta en la madriguera), a propósito vinculado familiarmente con el autor literario (sobrino del abuelo paterno del actor).
No quedan detrás sus colegas Ilse Salas, Tenoch Huerta, Dolores Heredia, Roberto Sosa, Héctor Kotsifakis y el resto del elenco.
Sólida conceptualmente, deslumbrante en lo morfológico, disfrutable en las partes y el todo, Pedro Páramo es otro cruce logrado entre la literatura y el cine, que respeta la primera y enriquece al segundo, para triunfo en definitiva del arte todo.