No sé a qué se debió esa prisa de la muerte por llevársela, cuando se han quedado esperando por su cuerpo, su alma y su talento quién sabe cuántos personajes, que como el mítico Lázaro simplemente aguardaban que Alina les dijera “Levántense y anden conmigo para hacerlos inolvidables”.
Porque era eso lo que Alina conseguía en cada papel, sin importar su envergadura, si de todos modos ella iba a infundirles el aliento que los perpetuaría en la memoria de la gente con sólo pronunciar un bocadillo o con una mirada de sus expresivos ojos.
Mucho costará en el futuro llenar el inmenso vacío que deja su ausencia en los escenarios teatrales, los platós cinematográficos, los sets televisivos, porque a ella le bastaba con aparecer para abarcarlo y dominarlo todo con su genuina estampa de criolla y esa temperamental sinceridad con que pasaba del ceño fruncido a la sonrisa amplia, tanto en la escena como en la cotidianidad.
Y ya se sabe que los cubanos la conocieron por unos cuantos nombres envueltos en su piel de gran actriz -María Antonia, Justa, Carmela, Lala Fundora y muchos más- porque en cada uno de ellos dejó las más intensas fibras de su ser y ese arte tan convincente que le brotaba de las mismísimas entrañas.
La muerte debió pensárselo mejor antes de arrebatarla de nuestro lado cuando aún era demasiado pronto, porque de cualquier manera Alina va a pervivir en el recuerdo del pueblo que tanto la admiró y la quiso, sin importar el nombre que le haya dado cada vez: María Antonia, Justa, Carmela, Lala Fundora y muchos más.
La muerte debió pensárselo mejor antes de llevársela consigo tan inútilmente, pues para una mujer y una actriz de la grandeza de Alina Rodríguez no se han inventado ni el adiós definitivo ni el olvido.