Si algo se espera de una telenovela es, precisamente, ese final tradicional y optimista del que no escapa cuanto festejo estaba previsto, pletórico de colores, música, perdones, justicia y una que otra sorpresa. Así suele ser ese último episodio del folletín promedio. Quizás, muchos deseaban que Vidas Ajenas acabase de otra manera. Tal vez−también−hubo otros conscientes, desde el primer día, de que no estaban ante una telenovela común.
Y, sí, el enredo creado por Lícia Manzo escapó varias veces de lo común, pero lo hizo conscientemente, con la búsqueda de una historia para la reflexión, con una premisa alejada de novelas clásicas como Mujeres de Arena o La Usurpadora, por mucho que existieran semejanzas con esta última. Manzo, una pluma con experiencia, huyó del tono más familiar y ligero que caracterizó a La vida sigue o Partes de mí (ambas de su autoría). Las diferencias van en un conjunto de factores, desde el horario de transmisión −y, por ende, el público meta− hasta la apuesta por una estética sombría (aspecto que la dirección favoreció) para dibujar un argumento centrado en el conflicto hombre-sociedad, donde el paisaje socio-político parecer ser el enemigo principal. Por supuesto, no podemos ignorar algo tan importante como en el contexto de una producción audiovisual. En ese sentido, Vidas Ajenas es hija de una pandemia, lo que llevó a cambios en las modalidades productivas: Salió al aire completamente grabada, no contó con la habitual participación de la audiencia en el desarrollo de la historia, se apegó a un formato de novela corta, etc…
Planificado o no, la hechura vino a tono con el propósito narrativo de la autora, de modo que vimos una telenovela con apariencia de serie en muchas ocasiones. Faltaron en Vidas… los colores tropicales, o quizás una apertura intencionada hacia el humor o la ligereza. Puede que la densidad alcanzada a lo largo de los episodios alejase la obra del agrado de un público heterogéneo.
Un poco decepcionante, al menos para mí, resultó el atropello de la recta final. Incluso, llegué a pensar que aún faltaban capítulos. Con certeza, lo que se anunciaba como la gran revelación, no pasó de una secuencia de cortes tajantes para demostrar «obviedad». Con un clímax más anticipado, la caída de máscara de Cristian hubiese tenido una mayor fluidez y, me atrevo a decir, escenas memorables. Grandeza interpretativa había, de sobra. Sin embargo, la reacciones desgarradoras o emotivas fueron suplantadas por un juicio que tampoco cubrió expectativas. A un solo episodio del final, la mayoría de personajes nucleados alrededor del protagonista aún ni sospechaban.
Aun así, y con los absurdos que figuran hasta en la más lograda de las obras ficcionales, catalogo de plausible la intención de la guionista. Esto me obliga a volver al inicio y, pensar, nuevamente, en cuánto un drama político puede calar en las heridas de hombres y sociedades. Lícia Manzo no creó un héroe, sino un antihéroe, el cual se transforma, se equivoca, se corrompe, oscila entre víctima y victimario ¿El motivo? Perseguir oportunidades que nunca tuvo, batallar por esa realidad alternativa que sus condiciones de huérfano y pobre le mostraron como sueño imposible. Se vale Manzo aquí de su texto sagaz, poético, sensible. Hace de cada diálogo un llamado a la consciencia, a la sensibilidad.
Cabe mencionar que la afamada autora se inspiró en un documental sobre jóvenes de 18 años que salían de hogares de amparo con la meta de entrar a la Universidad. Cuestionada ante su contexto y las manchas evidentes del clasismo, la discriminación y la desigualdad, Lícia Manzo creó personajes tridimensionales, complejos, imperfectos. Optó por desenlaces tan crudos como realistas.
Más allá de Cristian y la interrogante-eslogan «¿Dejarías de ser quién eres para llegar a donde quieres?» está Ravi, un joven afrodescendiente que sufre en carne propia los prejuicios racistas y que, señalado como ladrón, nunca llega a un podio más alto que el de servir a otros. Por otra parte, Janine, escritora igualmente joven y talentosa, proviene de orígenes similares y se ve obligada a convertirse en una marioneta de Bárbara, mujer poderosa y manipuladora.
Sin dudas, la autora de Um lugar ao Sol (título original) no solamente contrapuso los mundos de ricos y pobres, sino que jugó sus fichas en implicaciones morales y, además, enfatizó en temáticas de peso como la corrupción y la violencia doméstica. El tratamiento de vínculos paternales o familiares descubría, por momentos, a la buena y vieja Lícia con sus patrones escriturales de relaciones humanas, pero en Vidas Ajenas predominó, por mucho, el trasfondo contextual cual selva oscura, donde mujeres profesionales, como Rebeca, llegan a la mediana edad con el señalamiento colectivo de no lucir una piel de colágenos. Por otra parte, Ilana, aún temía un poco al hecho de asumir públicamente una relación no heteronormativa. Y es que uno de los aciertos de esta telenovela radicó en la representación del universo femenino desde diferentes perspectivas, siempre con esa «sociedad que juzga» como telón de fondo. Otro ejemplo pudiera ser Noca, magistralmente bordada por Marieta Severo, quien escapó de su destino y se adelantó a su tiempo.
No se trata de la primera vez que un folletín brasileño enfatiza en el escenario con la misma preponderancia que en los códigos sagrados e infalibles de un buen melodrama, pues desde Roque Santeiro, con su trama sobre la dictadura, o Vale Todo (1988), con aquel cuestionamiento de si valía la pena ser honesto en el Brasil de entonces, las ficciones del gigante suramericano y específicamente de TV Globo, traen a colación de alguna manera esa arista de la degradación ética. Claro, ni todas ni siempre. Existen autores específicos con inquietudes artísticas de diferente tipo. En Vidas Ajenas se hace evidente el interés de ofrecer una voz para «los de abajo» y, con esto, propagar una conciencia de que quizás no asciendas si no eres nadie. Ese robo de oportunidades, desde la visión de la autora ante los fenómenos de su cotidianidad, fue todo el tiempo la clave para entender la novela que, hace pocas horas, se despidió de las pantallas cubanas.
En resumen, podemos hablar de novela política y entenderla de un modo similar al que asumimos el cine político. Creo que constituye una de las enseñanzas del dilema de Cristian/Renato. La otra pudiera ser que existe la obra de autor también en este campo, y que puede presentar diversos fines. Una vez más, iGracias, Globo!, porque tu riqueza teledramatúrgica destaca como una clara muestra de lo diverso y lo necesario.