En un edificio en remodelación del Vedado se almacena la historia y hay una carrera contra el tiempo para salvarla. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Esta historia tenía que haberse escrito hace un año, pero la pandemia llegó. El último día que planeamos ir a verlos de nuevo era 12 de marzo, había tres casos de COVID-19 en Cuba y nos dijeron que estaban saliendo temprano para recibir instrucciones con el objetivo de continuar trabajando cumpliendo todas las medidas sanitarias. El trabajo no podía parar. En un edificio en remodelación del Vedado se almacena la historia y hay una carrera contra el tiempo para salvarla.

La primera vez que entramos al edificio era febrero de 2020 y ni siquiera lo buscábamos. Queríamos hacer un trabajo que nos sacara de la rutina diaria, y pensamos en el archivo. En una hora subimos y bajamos el ICRT unas tres veces. Radio, televisión, pasillos, dirección... En algún punto llegamos a un cuarto pequeño en la planta baja. Detrás de unas rejas nos recibió un señor que, a nosotras, un poco millennials, nos recordó al personaje que vendía las varitas en el Callejón Diagon de Harry Potter.

La luz era muy amarilla y había muy poco espacio. El señor llevaba gafas y se movía lento. En algún sentido él no estaba allí, viéndonos detenidas en la puerta como quien se asoma al mundo de Alicia. Todo él, tal viajero en el tiempo, andaba en otro año, otro mes, otro día. Le tomó un tiempo salir de la pila de casetes que lo rodeaban. El techo, las paredes, el piso, una silla, todo lleno de cintas que escondían la huella del mundo: la novela que transmitían cuando mi madre nació, los anuncios que pasaban cuando mis abuelos se hacían novios, la película que ponían en la TV mientras mi madre se peinaba en un espejo el primer día que salió con mi papá.

Después de un tiempo salimos de aquella habitación que hipnotizaba, pero que, en cierto sentido, nos expulsaba. Nosotras, las del futuro, no pertenecíamos a esas paredes, aunque quisiéramos sumergirnos en ellas.

Saliendo de allí conseguimos un nombre, subimos y bajamos una vez más el elevador, y encontramos un edifico. Uno por el que habíamos pasado ya varias veces. Pero las fachadas, ya se sabe, no siempre pueden cargar con el peso de lo que esconden.

Recién pintado de verde y con las escaleras llenas de polvo, se olía la construcción desde fuera. Nuevamente, nos asomamos casi de punticas a la puerta, tras la que había sacos de cemento, oscuridad, una escalera imponente de casa antigua del Vedado habanero y puertas cerradas. De una de ellas salieron unos constructores de overol azul y nos dijeron que tocáramos justo la que quedaba bajo la escalera.

Nos abrió un hombre con un paño e instrumentos de limpieza en la mano. Hablaba poco. Casi entre señas nos indicó que esperáramos y fue en busca de alguien. El pasillo tenía poca luz, estaba muy limpio y olía muy raro. Días después comprenderíamos qué era ese olor y lo que era capaz de hacer a las cintas, la nariz y las manos.

Días después comprenderíamos qué era ese olor y lo que era capaz de hacer a las cintas, la nariz y las manos. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Marlen González Pérez es la persona que estábamos buscando, pero no estaba y nos fuimos de allí con su número de teléfono. La primera vez que la llamamos aceptó conversar con nosotras de inmediato. Es raro encontrar en nuestras instituciones alguien que te diga que sí a los 20 segundos, sin curvas, permisos ni pretextos. También habló poco. Quería que nos viéramos a las siete de la mañana. Ella se levantaba a las cinco y llegaba a las seis. A nosotras, confesamos sintiéndonos un poco culpables, nos pareció una hora de otro mundo y lo atrasamos un poco. 7:30 fue el acuerdo. 7:30, una cita con la huella del mundo.

El día acordado el transporte nos jugó una mala pasada y nos retrasamos un poco. Ella sí estaba, puntual, con bata blanca, detrás de la puerta y en medio del olor. Había gel de manos por todos lados, la premonición mirándonos desde abajo. Era marzo de 2020.

Dentro se escuchaba el silencio. Las hormigas trabajaban. Las personas que forman parte de la plantilla del Archivo Fílmico del ICRT flotaban en la concentración. Comenzaban a trabajar a las 6:40 a.m. Terminaban a las siete de la noche. En estas paredes ausentes de luz, salvo por pequeñas lámparas amarillas, los tiempos se miden en rollos verdes y rojos. Allí, grabados con plumón negro, están la inauguración de la televisión, la Caravana de la Libertad, los primeros años de Estela Bravo, el original de El brigadista, las Olimpiadas de Moscú, los primeros conciertos de Silvio, los programas de Elena Burke...

Marlen González Pérez: “No tenemos derecho a olvidar”. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

“Tenemos cosas que yo las miro y digo: ‘yo no sabía que eso había pasado’”. Marlen usa espejuelos y parece una mujer dura de carácter, pero cuando habla de las cifras que han digitalizado (o salvado), en poco tiempo, se le aguan los ojos. “No tenemos derecho a olvidar”, repite y hace una pausa. Cuando habla de su archivo, recuerda y hace pausas.

De lejos suena un teléfono viejo. No se permiten timbres nuevos infiltrados en la huella del mundo. Luego de atender una llamada, Marlen regresa para enseñarnos “las máquinas”. La persona que vino a buscarla se llama Joaquín Placeres Gómez y es uno de sus colegas más cercanos. Con espejuelos, medias y zapatos tipo Crocs, trabaja en el Archivo desde 1991.

- ¿Qué es lo que más afecta a las cintas?

La humedad.

- ¿De cuándo es la más antigua?

De principios del siglo pasado.

Cuando Marlen llegó a trabajar en el Archivo, no se utilizaban herramientas de la Ciencia de la Información. A la semana su jefa le dijo: “vamos a hacerte una pruebita a ver cómo va la cosa. Haz un trabajo y una búsqueda sobre Radio Rebelde”.

Lo primero que se encontró fue un estante que decía Emisoras de radio. Eran muchas latas. Dentro de cada una habían 30 más. Todas decían Emisoras de radio. Encontrar una aguja en un pajar quizás hubiera sido más fácil. Marlen estuvo tres días sin parar buscando aquellos rollos de Radio Rebelde. “Este no es, este no es, este no es...”. Antes de visualizar un rollo hay que limpiarlo, restaurarlo, hacer todo un proceso... “El cine no es noble –explica Marlen–, es hostil. La interacción con el clima es malísima”.

Dice Marlen que las cintas sienten y suspiran. Sienten cuando envejecen, sienten cuando se recuperan. Sienten y hablan. Para expresar su vejez huelen a vinagre, un olor tóxico que ellos usualmente combatían con el uso de nasobucos y batas. Pero no eran medidas infalibles. Ese día Joaquín tenía una erupción en la mano.

Joaquín Placeres Gómez trabaja en el archivo desde 1991. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Los días para ellos empiezan temprano. Se ponen la bata, colocan sus cosas, prenden su equipo, traen los rollos que toca recuperar. Letras y números. Los rollos verdes con las letras grabadas en plumón negro. Aquí todo está en clave. Concretamente, en 49 claves. Aquí todo guarda algo.

Por ejemplo, L se refiere a materiales en negativo, porque, originalmente, eran los materiales que salían del laboratorio. Antes te podías encontrar 20 L 149. Todos los rollos de un mismo material. Para organizar todo eso y ponerle uno, dos... hubo que inspeccionar. Esta incluye restaurar y revisar perforación por perforación, cambiar el cobre, lavar o reemplazar el envase.

Para el proceso cuentan con una máquina de limpieza ultrasónica, una tecnología cara que “existe en pocos países en el continente y donde también pasan materiales de otras instituciones del país”, nos apunta Marlen. “Cuando terminamos con todo eso pareciera que se le hizo una cirugía plástica. El material vive de nuevo. Aunque si una parte está muy mala, dejársela lo que hace es contaminar al resto”.

Perder una cinta se escribe fácil, pero se vive difícil. “Si perdemos una, el que no lo vio, ya no lo va a ver”. El olvido de lo desconocido. “¿Cómo es que a la vuelta de 20 años tus hijos sabrán quién es Judy Garland y no Candita Quintana?”, se pregunta Marlen.

Cuando terminamos con todo eso pareciera que se le hizo una cirugía plástica. El material vive de nuevo. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Ya caída la tarde realizan un recuento cuantitativo y cualitativo de los rollos inspeccionados y digitalizados. “¿Qué título tiene? ¿Cómo es su estado? ¿En blanco y negro o a color? ¿Con sonido o sin sonido?”. Todo queda registrado. Ha vuelto a existir.

En 2020 tenían contabilizado 90 000 rollos. Pero detectaron que había materiales que “no eran uno, sino dos. Por razones de envase antes unían el sonido magnético con la imagen. Lo que contamos como uno, ahora son dos”.

El 4 de septiembre de 2018 comenzó la inspección integral del Archivo Fílmico del ICRT. Un equipo francés que los había visitado les dijo que lo que llevaban digitalizado en tan poco tiempo era todo un logro. “Llevamos mucho trabajando aquí como hormiguitas. Es verdad que hay muchas cosas que no se pueden salvar, pero hay muchas que sí se han podido”.

“Toda esta restauración le dará vida a los materiales. Yo no te puedo explicar por qué, pero ellos sienten el descuido y el desamor, como mismo sienten y agradecen si los miman un poco. Cuando tú los tratas, es casi orgánico, tú los sienten que suspiran. Es tremendo esfuerzo, pero con tremendo resultado”.

Unos meses después de la cuarentena llamamos de nuevo a Marlen. Ellos no habían parado. Habían reducido un poco el horario, pero seguían. Es lo que tienen las carreras contra el tiempo, uno siempre va con desventaja y para intentar alcanzarlo hay que correr mucho, incluso en medio de una pandemia.

El 4 de septiembre de 2018 comenzó la inspección integral del Archivo Fílmico del ICRT. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Marlen sueña con un canal, aunque sea de 12 horas, para enseñar todo lo que esconden aquellas paredes. “Un canal en blanco y negro. Hasta se debía llamar así: ‘En blanco y negro’”.

También los mueve lo personal. Ella, historiadora, vio cosas que estudió por primera vez aquí. “Eso me enganchó desde el primer momento. El archivo superó mis expectativas”. En este edificio ha vuelto a visualizar lo que alguna vez vio en la televisión durante su niñez y se quedó guardado en su mente, aunque borroso.

Ahora le ha puesto claridad, por ejemplo, a cuando Fidel anunció la muerte del Che, fragmentos de muñequitos y aventuras “que formaban parte de mi memoria. Yo no había escuchado nunca la voz de José Antonio Echeverría, excepto la locución de Radio Reloj ni visto a Camilo con sus padres”. Uno de sus momentos favoritos del mes es cuando todos los trabajadores se reúnen los martes y ven materiales restaurados.

Este reto –nos contó Marlen– empezó para ellos a partir de dos traumas. Uno fue cuando, un tiempo atrás, un profesor de una escuela Secundaria cercana fue a verla para pedirle que diera una conferencia con fotos antiguas. “Primero hubo el desorden lógico entre los niños y luego aquella aula se fue calmando y atendiendo”. Una concentración que Marlen no ha olvidado.

El otro trauma ocurrió cuando hace años alguien dijo que en ese edificio ya no había nada, “que allí no servía nada. Boten un poco de cosas ahí, hay demasiadas latas”. Dice Marlen, entre rollos y olor a vinagre, “nadie en su casa bota las fotos de su familia”.

El Archivo Fílmico del ICRT resguarda la historia de la nación cubana. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate.

Para el proceso de restauración cuentan con una máquina para limpieza ultrasónica. Foto: Irene Pérez/ Cubadebate. 

En video, Archivo Fílmico ICRT

 

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