
De nuevo la telenovela cubana de turno genera un tsunami de descalificaciones por parte de un sector de la audiencia.
Esta vez las reacciones negativas no apuntan a un argumento anodino, ni a la recurrencia a lugares comunes, ni a giros imprevistos de la trama, ni a inconsistencias en la realización, como ha sucedido con recientes y lamentables producciones.
Si la estación anterior, Latidos compartidos, sin ser una maravilla, pareció una señal de aliento en cuanto al nivel del género y de plausible aceptación por la teleaudiencia, La sal del paraíso es vista como un retroceso e incluso no faltan los que se preguntan hasta cuándo tendrán que soportarla.
Nunca he sido partidario de juzgar el todo por las partes. Evaluar un resultado hasta que no concluya una producción seriada abre la posibilidad de un margen de error en la mirada.
Pero tampoco se puede permanecer impasible cuando las pasiones se agitan en torno a una obra que representa, por su tipología y la función que desempeña en el empleo del tiempo libre de un apreciable segmento de la población, un referente ineludible.
Por mucho que se hayan extendido otras prácticas del consumo audiovisual, la telenovela sigue siendo un foco de atención de la audiencia. Y a la telenovela de producción nacional se le exigen mayores competencias que a las extranjeras.
No debe olvidarse que este tipo de programa dramatizado se ubica en un horario estelar y su recepción opera en el entorno familiar. De modo que factores que van desde la jerarquía en la programación hasta su socialización efectiva, no pueden ser ignorados por los responsables de su emisión.
Estamos ante un caso que se aparta y en muchas ocasiones hiere la sensibilidad del televidente promedio. Tómese un ejemplo: las peleas de perros. Por mucho que los realizadores insistan en que su presencia esté motivada por una intención profiláctica y que, por supuesto, ningún animal de los que se muestran en pantalla haya sufrido el embate de esa práctica criminal, su recurrencia en la trama provoca rechazo e indignación.
Pero lo más problemático transita por la cantidad y la calidad de los conflictos que aborda. A ciertos espectadores les resulta excesiva la acumulación implacable de situaciones y personajes que revelan carencias y miserias humanas. A otros les abruma saber que tales cosas existen, pero consideran que no es prudente exacerbarlas sin un contrapeso. Aparece entonces una palabra que, en lo personal, rezuma de una parte hipocresía y de otra insuficiencia en la comprensión de la naturaleza del arte: balance.
Ni la telenovela ni ninguna obra tienen la obligación de ser a priori compendios sociológicos totalizadores, ni moralmente edificantes, ni pedagógicamente instrumentales. Tienen, eso sí, que proponerse honestidad artística y altura estética. En La sal del paraíso no dudo de la primera, pero echo en falta la segunda.
Por lo visto hasta ahora, La sal del paraíso pretende ahondar en valores éticos en crisis en determinados nichos de la sociedad en el contexto de la Cuba de los inicios del siglo XXI. Familias disfuncionales, individuos desnortados, comportamientos delictivos y angustias existenciales configuran una tupida red de eventos, asumidos por los guionistas desde una perspectiva que quiere ser realista pero en cuyas puntadas se advierte, hasta ahora, cierta chatura y por momentos falta de vuelo en el manejo y presentación de las situaciones.
¿Ejemplos? El desaprovechamiento del programa de radio La silla turca y el ámbito laboral de la emisora como espacio para la construcción de la trama y la indagación responsable y aguda de la realidad y el tratamiento del autismo, que alguna vez pareció situarse al centro y ha terminado, sin embargo, en convertirse en mera anécdota.
De todos modos hay que esperar por lo que vendrá. Tiempo habrá para compartir criterios acerca de actuaciones, banda sonora, fotografía y otros detalles de la puesta en pantalla. Y de conocer si, por fin, la sazón de la telenovela encuentra su punto.
Solo en la medida en que su calado conceptual y su reflejo orgánico, comprometido y coherente se hagan penetrantes, dejará una huella estimulante en el espectador.