Cuando un producto audiovisual es capaz, casi desde su primera emisión, de dividir en bandos a la audiencia, es porque estamos en presencia de un material diferente, arriesgado, con la curiosa capacidad de alterar el mapa estético del formato que lo arropa. Este ha sido el caso de El derecho de soñar, una novela atípica dentro del horario de la telenovela cubana, que en los últimos 10 años se ha caracterizado por devolver desde la ficción las problemáticas sociales y espirituales del cubano contemporáneo.

Razones de índole productivo y la falta de buenos guiones que recreen tiempos pretéritos, han condicionado la inexistencia de dramatizados históricos o de época. Esto desafortunadamente propició un distanciamiento y rechazo de los públicos consumidores del género, para los que una telenovela con trasfondo histórico no es más que una bomba de tiempo destinada al fracaso. Por eso, que una obra del calibre de El derecho de soñar se llevara a cabo, era necesario para cambiar preconceptos y abrir caminos a nuevos acercamientos históricos desde la ficción.

Homenajear a la radio desde la televisión y no contar un trozo de su historia, era algo impensable; por eso los guionistas Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta Martínez, se dieron a la tarea de encontrar un pedazo de estos 100 años de radio cubana y convertirlo en melodrama puro, como solo dos radialistas apasionados saben hacerlo. Es así que tenemos al Derecho de nacer como telón de fondo de un relato entretenido, trepidante, muy a la usanza del folletín de aquellos tiempos. A su vez, una heroína trágica es la protagonista de esta primera etapa, donde datos históricos verídicos, conjugado con muchos elementos de ficción, articulan dramatúrgicamente un guion que va de menos a más, y que en el proceso logra enamorar a muchos televidentes con su poder comunicacional.

Era evidente que un material con estas características levantaría diversidad de opiniones y reservas; más si tenemos en cuenta el éxito de su predecesora, anclada en nuestro día a día. Pero poco a poco El derecho de soñar ha removido sentimientos, recuerdos y un interés por esa radio de antaño de la que somos deudores y herederos. Estos primeros siete capítulos nos han preparado para la próxima etapa, en la que los actuales hombres y mujeres de la radio son los encargados de hacer de sus sueños el más valido de los derechos.

Innegable es la potabilidad de los guiones confeccionados a cuatro manos por los guionistas Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta Martínez. La historia se cuenta sola, sin informaciones machacadas en los textos ni acciones dramáticas reiterativas. Los diálogos, con un marcado dejo radiofónico, tejen una red de intrigas, secretos, rivalidades y verdades a medias, muy propias del género. Los cierres de cada episodio han sido, hasta la fecha, redondos, obligándonos a volver a la serie una y otra vez.

Pero si bueno ha sido el guion, muy acertada fue también la dirección de la obra, a cargo esta vez de dos pesos pesados de la realización audiovisual en Cuba: el propio Alberto Luberta Martínez y el infalible Ernesto Fiallo. Los experimentados realizadores se dividieron en dos unidades creativas para ser más expedita la grabación de la telenovela. Conscientes de los pocos elementos con los que contaban para capturar la atmósfera y el esplendor de la década de los 40, Luberta y Fiallo se decantaron por una visualidad discreta, minimalista, que jugara todo el tiempo con el cine negro norteamericano y que sacara el mayor partido posible de locaciones y elementos mobiliarios preexistentes.

En ese empeño, los rubros técnicos jugaron un papel esencial. Tal vez, la disciplina que más arriesgó en esta etapa de la telenovela fue la fotografía, a cargo de Jorge Luis Frías y Carlos Taravela, quienes desde el juego con los tonos sepias y los claroscuros, lograron reproducir una visualidad añeja, propia de los años 40. La peculiaridad de estos recursos fotográficos en la pequeña pantalla distanció inicialmente a los públicos, más acostumbrados en este tipo de entrega a ambientes luminosos, abiertos, que brinden al relato calidez y esperanza. Pero el transcurso de los episodios y la asimilación popular de la historia ha demostrado que los presupuestos visuales utilizados fueron los indicados para vestir de gala a una ciudad que muy poco conserva de la etapa republicana.

De igual forma, Miguel Ángel Tur en la dirección de arte intentó con pocos elementos captar la esencia de la época. La falta de un estudio donde controlar eficazmente los aspectos escenográficos y de ambientación obligó a rodar en locaciones reales y sacar de ellas el mayor partido posible. No siempre la especialidad sale airosa, pues el componente productivo de la misma acorrala irremediablemente a ese otro costado creativo que no funciona tan bien sin recursos.

Lo mismo sucede con vestuario, maquillaje y peluquería; son efectivos más no brillan, pues se carece de todas las condiciones logísticas y la tradición para montar de la noche a la mañana toda una época.

El perder la tradición de hacer telenovelas donde la recreación histórica es parte indispensable del relato, no solo afectó a El derecho de soñar en los aspectos técnicos-artísticos, sino también en las actuaciones, donde se nota un desequilibrio en los tonos, los decires y las gestualidades.

La dirección de actores a cargo de Yailín Coppola tomó caminos escabrosos y mal interpretados por muchos de los histriones. Esas intervenciones que rayan en la sobreactuación, hablan de una mala preparación actoral en materiales de época. Y es que es casi imposible asumir tiempos pretéritos sin referentes.

 

Pese a esto, hay actores que logran escapar de representaciones maniqueas. La María Valero de Yaremys Pérez, es la mejor muestra de que partir de sus propias vivencias salva la interpretación de cualquier actor. Pérez no adopta poses, no teatraliza su participación; más bien intenta imaginar cómo sería vivir las contradicciones de una artista emigrante, marcada por los desmanes de la guerra y con la aterradora certeza de que pronto ha de morir.

Delvys Fernández asume un rol complejo y sumamente controversial. Hay que entender que el Félix B. Caignet de Fernández, es la visión de un actor respecto a una figura real, pero no un calco al cien por ciento. Este Caignet es un consenso creativo entre los guionistas, el actor y la dirección. Sus colores interpretativos no son más que el producto de un diseño provisto de florituras, acomodado a un género no realista, en el que se permite jugar y exagerar. Fernández se siente como pez en el agua, gracias a su disposición para la comedia y su energía escénica. Este personaje, marca la definitiva madurez en la carrera del actor, que luego de El derecho de soñar deberá asumir trabajos a la altura de su talento.

La joven Amelia Fernández interpreta uno de los pocos personajes totalmente de ficción de esta primera etapa. Su Esther de la Osa es una criatura con la extraña capacidad de filtrarse por todas las rendijas del argumento. Es un ser movilizador de conflictos que la actriz aprovecha al máximo. Sabe coquetear con su costado ladino, escalador, pero a su vez deja en claro lo humano del rol; a fin de cuentas, Esther es casi una niña intentando insertarse en un mundo deslumbrante, pero difícil. Fernández es cuidadosa con su decir y sus ademanes: les rehúye a los artificios, naturaliza los textos y no le teme a enfrentarse actoralmente a pesos pesados que en ocasiones quedan peor parados que la jovencísima actriz.

Otro joven prometedor es Daniel Barreras en la piel de Diego Trinidad, el desleal sobrino del dueño de la Cadena Azul. Barreras comprende el tono en el que está escrito el guion, y lo lleva a su interpretación de manera muy orgánica. Su porte nos recuerda a los señoritingos de la época y a ciertos personajes taimados de la tradición melodramática latinoamericana.

Desafortunadamente algunos actores de probado talento se dejaron tentar por la grandilocuencia de ciertos pasajes dramatúrgicos. Es el caso de Denys Ramos y Roque Moreno, que trabajaron de manera muy externa las motivaciones de estas dos figuras reales a las que le dieron vida. Asumir una época diferente no significa teatralizar el comportamiento de los personajes, sino buscar vasos comunicantes entre las vivencias del intérprete y la naturaleza del rol.

El derecho de soñar es un digno homenaje a la radio cubana. Muchos de sus objetivos han sido logrados, pues en muy poco tiempo ha despertado en las audiencias el interés por la historia de este medio y de los hacedores del mismo, en un tiempo en que los sueños flotaban en el éter. No obstante, será preciso estudiar el porqué del distanciamiento de un sector de la población hacia una telenovela de época.

Pese a la falta de recursos, la acelerada generación de contenidos multimediales y la nueva manera de interrelación de los públicos con los materiales audiovisuales, se debe rescatar en la televisión cubana el gusto y la voluntad por rescatar desde la ficción destellos de nuestro pasado, para así mirar de manera crítica nuestro presente y construir un mejor futuro.

Por lo pronto seguiremos soñando y descubriendo nuestra radio nacional desde los presupuestos artísticos de la televisión, gracias a una telenovela heredera de lo mejor del melodrama criollo.

 

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