Aunque con el sentido totalmente metafórico de la poesía, Martí finaliza una de las cuartetas de sus Versos sencillos en los que tiene de interlocutora a su madre, con esa frase tan hermosa como rotunda:
“Piensa que nacen entre espinas, flores”.
Y en ello se piensa también tras apreciar uno de los recientes teleplays del dramatizado Una calle, mil caminos (CV), ideado por Magda González Grau: La flor del marabú .
Escrito por Lil Romero, asesorado por Dely Fernández y bajo la dirección de Alberto Luberta, sigue a Kendri, adolescente de origen humilde con grandes facilidades para las matemáticas, quien con la ayuda de un profesor reinsertado logra vencer los conflictos familiares y emocionales y explotar ventajosamente el raro don que lo convierte en un ser literalmente extraordinario.
La escritora logró plasmar con agudeza y profundidad los perfiles sicosociales tanto del protagonista como de otros personajes. Eludiendo con trazos firme la tentación de la “pornomiseria” o el “realismo sucio” en que un relato así pudiera insertarse, consigue focalizar más bien, y felizmente, los abismos, las complejidades familiares, las aristas del contexto con naturalidad y precisión.
La disyuntiva entre estudiar y superarse o contribuir -como exigen los hermanos de Kendri- a la precaria y siempre endeble “economía” del núcleo es un problema que gravita en el universo del muchacho, abocado a “traicionar” el clan con sus leyes no escritas o seguir los dictados y posibilidades que le brinda su privilegiado intelecto.
De ahí la importancia diegética de la madre (con la siempre ajustada Yailín Coppola) en tanto catalizador -junto al tenaz maestro- de la oportunidad del hijo excepcional, al punto de “sacrificar” a sus hermanos.
Pero la escritura elude también los binarismos, la “villanía” o los estereotipos, para abrazar seres humanos y circunstancias muy humanas, llenas de matices comprensibles aún cuando censurables o cuestionables, dentro del preciado sema del superobjetivo, y que además del tropo de la espina y la flor -aunque el marabú del título es también literal- pudiera asociarse a ese otro mucho más recurrente del carbón y el diamante.
La puesta de Luberta no solo armó un discurso fluido en las frecuentes alternancias espaciales y las oscilaciones de tono dentro de las curvas dramáticas del relato; también dotó la imagen de una planimetria inteligente, capaz de privilegiar tanto a las personas como a los escenarios, tan importantes en la esencia de la historia, y en más de un caso logrando la integración de unos a otros como sugiere el texto.
Así la cámara se mueve, se detiene y escudriña en los contextos y personajes con admirable conocimiento de causa, apoyada en una fotografía ya oscura y densa como cuadra a -exigen incluso- ciertos marcos, ya abierta y luminosa en otros, y en una edición centrada en empastar esmeradamente los diversos tiempos del relato dentro de un tempo favorecedor de una mirada reflexiva por parte del televidente.
Otra virtud del telefilme son las actuaciones, tanto de actores que asumen caracteres “principales” como “secundarios”: Miguel Fonseca, Antuan Duvergel, Carolina Vera, Félix Beatón, Luis Angeles León y Ary Fonseca son parte de un elenco que entendió y trasmitió con sobrada convicción y tino las características de sus personajes.
La flor del marabú, entonces, se suma con nada pequeño rango artístico, a la intención didáctica -no didactista ni moralizante- que nos permite transitar con paso firme y cómplice por esa calle y los tantos caminos que conducen al mejoramiento humano del que -para volver a los inicios de nuestra reseña- también habló con esperanza el apóstol.