Cada historia es hija de un tiempo, de un proceso socio-histórico determinado, que condiciona los móviles de los personajes, sus rasgos más reconocibles y el entorno en el que habitan. Cuando una obra no logra ver la luz en el justo momento en que se ha diseñado, corre el riesgo de sentirse vieja, desfasada, distante del público para el que ha sido concebida.

A Renacer, la actual telenovela cubana al aire, le llovieron demasiados contratiempos antes de su materialización audiovisual. Concebida en tiempos donde ni la pandemia aún nos había golpeado, la historia original de Yoel Monzón tuvo que esperar que ciertas aguas se apaciguaran, otros proyectos vieran la luz y aparecieran directores comprometidos con el texto dramático.

En ese ir y venir pasaron casi 6 años y la sociedad cubana cambió radicalmente. Ciertas brechas entre clases sociales, que comenzaban a hacer más profundas por el impulso de los negocios privados, volvieron a estrecharse, a ser mínimas, en un contexto de carencias, de cero competitividad económica y de migración.

Esto afectó considerablemente al universo de Renacer, marcado por tener como protagonistas a dos personajes de mundos opuestos, lo que conllevaba diferenciarlos desde lo visual, algo que la puesta en escena de Heiking Hernández y Jorge Molina, ni siquiera intentó. No machea la Cuba que se nos propone desde la partitura dramática con aquella que vemos traducida en imágenes. Es entendible entonces que haya cierto distanciamiento de varios sectores del público, que no comprenden a dónde se quiere llegar con una historia de castas y abismos sociales, cuando el sol del 2024 es casi el mismo para todos los cubanos.

Pero ciertamente cuando Monzón comenzó a confeccionar esta obra, otra era la realidad socioeconómica del país, y de eso partió el autor para construir a esta madre, que a la fuerza renace de su dolor, y a un joven dueño de un negocio, perteneciente a una familia de apellido aburguesado y novelero, que sinceramente nos recuerda más a parentelas salidas de un folletín de Televisa que a una familia cubana.

Lo que no se le puede negar a Monzón es su habilidad para potenciar el melodrama y complicar la vida de sus criaturas,  a la usanza de las más clásicas telenovelas. Tal destreza, nos guste más o menos, es infalible cuando estamos en presencia de un público que agradece ciertas dosis de purismo en el género.

Pero la interpretación visual del guion es la que no logra tomar verdadero vuelo. Renacer necesitaba preciosismo, trabajar, como si de filigranas se tratara, ciertos momentos dramáticos claves y dotar de tridimensionalidad una propuesta evidentemente verbalista, pero muy efectiva.

Heiking Hernández, acostumbrada a usar ritmos reposados, al borde de la contemplación, volvió a sacar la misma fórmula, pero con un resultado menos feliz. Y es que el guion de Monzón requería de una puesta más arriesgada, sanguínea, que enfrentara a los actores a verdaderos duelos interpretativos.

Se extraña la meticulosidad de la Hernández y su equipo en rubros como la dirección de arte, la fotografía, la edición y el sonido directo. Este último, en específico es de una ineficacia y carencia de pulcritud increíbles.

Se percibe a las claras que se trabajó con prisa, tanto en la producción como al reescribir la obra desde el montaje. Sí, porque un texto audiovisual, no es solo la partitura que confecciona el guionista; es, en todo caso, la suma de todas las especialidades y de las decisiones consensuadas entre los realizadores y el editor de la obra.

La falta de un director de actores que equilibrara los tonos interpretativos, atentó con las calidades de los histriones. Muchos se las arreglan a base de oficio e intuición, pero otros pierden el rumbo muy fácil, y rayan en la recitación e inorganicidad.

Eileen Acosta, aunque muy dúctil, no se permite variar los recursos empleados. Hay una marcada victimización en su construcción de Aitana, que contrario a identificar al público con el Rol lo distancia. Es rescatable en ella, su concentración, su saber mirar a las cámaras y la increíble telegenia que posee.

El Fabián de Andros Perrugoría , es un ser desganado, poco carismático y gris. No creo que estuviese diseñado  así desde el guion. Es más bien una decisión interpretativa, que nada le favorece al actor. Fabián carece de complejidad, de costuras. Esto le pone muy fácil al público la identificación con otros roles (a veces secundarios) mucho mejor construidos.

En la misma cuerda se encuentra Daniela Valdés con su personaje de Belkys. A su decir le falta fuerza, matices y compromiso con el texto. El reto del rol estaba en salirse del estereotipo de la chica malcriada y manipuladora. Había vestirlo con una verdadera sofisticación, que la Valdés intenta, pero se queda a medio camino.

Por su parte, Alejandro Cuervo, demuestras sus horas de vuelo en el oficio de la actuación, le saca muchas lascas a su participación. Luis Manuel en su carne es un hombre machista,  que se permite vulnerabilidad en los momentos justos. Cuervo huye de lo evidente, e incluso de personajes con rasgos similares, que en el pasado interpretara. La energía del actor es tan arrolladora, que logra llevar a su zona de confort a sus respectivos compañeros de escena.

Pero sin dudas, la gran sorpresa de Renacer, ha sido Ary Fonseca, una actriz joven,  creativa, intelectiva, que posee la capacidad más valiosa en un actor: la de jugar. A la Fonseca le sobran recursos para sacar a Roxana del estereotipo de villana trasnochada. Le incorpora manías, dichos, estados anímicos que le permiten hacer estallar,  en el momento propicio, esa bomba de tiempo que es su rol. 

Renacer es el vivo ejemplo de que las obras de ficción no pueden esperar mucho para su concreción. Necesitan hacerse en caliente, con la energía de los tiempos en los que fueron concebidas. De lo contrario se convierten en documentos desfasados, hijos de ningún contexto y sentenciados al pronto olvido.

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