Como yo, buena parte de Cuba esperaba expectante las 8:30 de la noche dominical. ¿La causa? Degustar la gala final de la primera temporada de Bailando en Cuba, el octavo programa del concurso que sin temor a equivocarme capturó la atención y simpatía de muchos.
De antemano, en boca de muchos y durante dos meses, llovían las fórmulas ganadoras: que si Jara y Osmany, la pareja ocho y en definitiva reina de la competición, que si Rangel y Delany, que si Jessica-Carlos, que Anyelo y los Cuquis tenían madera para estar en la definición.
Ninguno de esos criterios estaba lejos de la verdad. De cualquier manera, estar en boca de buena parte de Cuba significó un éxito del espacio, capaz de desdibujar tradiciones, salir a desempolvar ritmos y agrupaciones, moverse con desenfado en géneros e historia de este pueblo, que destila musicalidad, y late baile.
La gran triunfadora, la pareja 8.
Esa, señores, es expresión de cubanía dibujada en un programa que contempló cada posible detalle para materializar empatía suprema con su público meta. Si a finales de la década del 70 y principio de los 80 del pasado siglo “Para Bailar” mantuvo anestesiados a muchos los domingos a partir de las dos de la tarde, Bailando en Cuba, con sus propósitos de rescate y búsqueda de lo genuino en nuestra cultura danzaria, también lo hizo.
Las tres parejas finalistas
ANDAMIAJE
Entonces, detrás de una buena factura de RTV, una puesta en escena capaz de jugar con locaciones, vestuario, maquillaje, plazas indiscutibles de bailadores, escenarios y lugares identitarios de La Habana, en fin, un collage de historia y mensajes a cada minuto Bailando en Cuba dejó enseñanzas.
Los presentadores bailando.
No solo por el hecho de sus protagonistas interactuar con grandes compañías y figuras de nuestra danza y otras expresiones artísticas, el hurgar en la arista sensible, social, de historias de vida y votos a favor de nobles empresas, de tocar Cuba desde el prisma de centros de notoriedad por alguna u otra razón. Hablamos también de valores como entrega, disciplina, interés por crecer, hermandad entre rivales potenciales sobre la pista, rigor coreográfico, horas de dedicación y cultura de trabajo grupal adquirida, de la mano de excelentes coreógrafos quienes volcaron su gen creador a los cuerpos y mentes de 32 jóvenes. Se trató además de respeto por nuestras raíces, ritmos, sonoridades, de trascendencia al presente en una imbricación con la contemporaneidad. De recursos en función de lograr un espectáculo cada noche, porque sin una infraestructura seria y el esfuerzo de cada uno de los involucrados no hubiese sido posible semejante triunfo.
En esa cuerda también hay que calificar de positiva la conducción de Camila, Carlos y Leo. De su mano transitamos por dos horas cada domingo, como igualmente agradecer la capacidad creadora de Roclan y cada una de las agrupaciones que aceptó contribuir con el programa. Y si de agradecimientos se trata hay que hablar del jurado.
El Jurado.
Los maestros Santiago y Litz Alfonso, y la profesora y coreógrafa Susana Pous, mostraron seriedad y quirúrgico acierto en sus juicios, en cada paso, giro o cargada evaluada, la expresión artística de sus evaluados y los consejos dados, partiendo de la idea de que el simple hecho de haber clasificado entre las 16 parejas en concurso y beber las mieles de una nación rica en bailes y ritmos, ya constituía en sí misma una victoria. Merecidos sus juicios y enseñanzas, el aliento constante a los que poco a poco fueron abandonando la cruzada, las lecciones de humildad y la incitación al perfeccionamiento perenne, expresado en el amor por lo que se hace.
EL DRAMA
La gala final tuvo de todo. Homenaje al Danzón, nuestro baile popular surgido en Matanzas, presencia de tradiciones folclóricas, selección depurada, como siempre de sonoridades para acompañar a los bailadores en su duelo de vida o muerte, doble muestreo de virtudes e improvisación con matices sui géneris. Todo eso aderezado con la dosis sensorial que representó el tocar las historias de vida de los concursantes, ir a sus barrios, escuchar el criterio de sus padres, ver detrás de cada frase, la huella indeleble del sacrificio. Vibré con Isla Bella en voz de Orishas, quise saltar a cada compás del Engó de Roberto Fonseca y electricé mi cuerpo al compás de Síntesis.
Ciertamente en ese afán de dejar una impronta, Jara y Osmany transitaron por todo el concurso con la estrella de lo impecable posada sobre sus hombros. En lo personal, hubiese querido que los dioses del baile bendijeran a Rangel y Delany. Por más que lo intentemos, esa imparcialidad pulcra es casi de androides. Y ellos se encargaron de hacernos sentir Cuba, de ponerme a viajar entre compases. Me quedo con su sonrisa, esa cargada final, el mostaza intenso de sus pasos Yoruba, el empuje de Delany para estar a la altura de un bailarín excepcional; el crecimiento notorio de Carlos en su aprendizaje, la figura y condiciones de Jessica, mulata de alma y corazón cubanas; la química perfecta entre Jara y Osmany...
Pareja 10: Delany y Ranger.
Criticable, muy poco, perfectible, siempre hay cuestiones, en esa cuerda, como la edición en ocasiones de las secuencias de baile, y el uso de las tomas aéreas con drones que en ocasiones dispersaban un poco la atención de los televidentes.
Y lo más importante, me quedo con deseos enormes de tirar un pasillo, no importa si es de Rumba, Mambo, Son, Salsa, Mozambique, Pilón, Cha, cha, cha… ¿Usted no?