Casi al mismo tiempo concluye­ron las telenovelas de turno en el horario estelar de Cubavisión. Y es significativo que desde hace un tiempo los televidentes no suelan comparar las propuestas cuba­nas y brasileñas de ese espacio. Es como si no le pidieran lo mismo a cada una. Bueno, es que cada una puede ofrecer cosas muy distintas.

Pero las relaciones humanas (el amor en muchas de sus variantes) fue la columna vertebral, por más que los efectos de la COVID-19 marcaran el devenir de los perso­najes. He ahí una sutil diferencia: no fue, como afirmaron algunos, una telenovela sobre la pandemia. Fue una historia (muchas historias) de amor, de encuentros y desen­cuentros, de retos y realizaciones… en tiempos de la COVID-19. De hecho, el impacto de esta se pudo haber aprovechado mejor como de­tonante de conflictos.

Aquí se utilizaron los códigos de siempre, pero se moderó en alguna medida el tono. No fuimos testigos de los grandes énfasis del melodra­ma, de la grandilocuencia de ciertos personajes (y sus actores), ni de un regodeo en el lugar común.

Lo cierto es que cada una de las tramas se desarrolló sin in­coherencias esenciales, aunque por momentos se notara cierta disper­sión en el argumento. Es uno de los riesgos de las historias corales: cuando hay muchas tramas rela­tivamente autónomas y de similar peso dramático, el espectador pue­de extrañar una trama central, lo suficientemente sólida como para constituirse en eje de la propuesta.

Quizás faltaron más nexos entre las historias, que contribuyeran a de­finir mejor un objetivo común. Algo así como un camino compartido por todos los personajes. Y quizás falta­ron golpes de efecto que movilizaran mucho más las tramas, que otorga­ran más emotividad y pirotecnia. Eso se espera de una telenovela…

No obstante, la variedad de conflictos garantizó la vitalidad del argumento. Aquí se habló de dilemas generacionales, maltrato familiar, dificultades económi­cas, solidaridad, poliamor, delitos, emigración ilegal, realización ar­tística, vocación profesional…

Uno de los valores de Tan le­jos y tan cerca fue la validación de modelos de comportamiento perfectamente legítimos. Las te­lenovelas cubanas generalmente apuestan por reafirmar el triun­fo de un modelo “políticamente correcto” de pareja, de familia. Puntualmente hay desmontajes de esa familia “perfecta” a la que se aspira; pero casi siempre se trata de elementos secundarios o cir­cunstanciales.

Aquí se asumió con normalidad la existencia de modelos bastante alternativos en la creación de dra­matizados cubanos, aunque perfec­tamente coexistentes en la sociedad contemporánea: mujeres jóvenes a las que no les interesa tener descen­dencia; madres solas en la crianza de los hijos; relaciones homosexuales que concretan familias; personas de la tercera edad que viven plenamen­te su sexualidad…

Y lo mejor fue que se evitó el didactismo que ha lastrado otras producciones. Movilizar la opinión pública sobre temas sensibles pue­de ser otra de las ganancias de los dramatizados de televisión.

 

Dulce ambición

En una telenovela del brasile­ño Walcyr Carrasco puede pasar cualquier cosa, aunque se ponga en crisis la más elemental noción de verosimilitud. Y Dulce ambición ofreció sobradas muestras.

 


Foto: Cortesía de la TVC

Resaltó el énfasis marcado en el arquetipo: frente a la candidez de María de la Paz, la decidida sordi­dez de Josiane, su hija psicópata. La buena y la mala en una misma fa­milia. Se ha visto mucho. Aunque el sistema de valores fue un tanto flexible aquí, porque algunos de los “buenos” de la historia (empezando por la venerable abuela que le ense­ñó a la protagonista hacer sus paste­les) han sido delincuentes tan letales como la propia Josiane.

Aquí lo que salvó y triunfó fue el amor. Ese fue al menos el plantea­miento. Pero para que la ecuación fuera funcional hacía falta perso­najes epidérmicos. Porque más que coherencia y densidad en la progre­sión dramática lo que se buscó fue asombrar al televidente con puntos de giro trepidantes… aunque en defi­nitiva fueran bastante superficiales.

Los personajes estuvieron en función (primero que todo) de las ocurrencias del autor, más allá de toda lógica; hubo que perdonar entonces incoherencias e insólitos posicionamientos.

Esta vocación maquiavélica de que el fin (el gran espectáculo) jus­tifica los medios (por muy endebles o ilegítimos que resulten) lo conta­minó todo. Y se llegó incluso a bor­dear una noción de clase un tanto reaccionaria: la simpatía del autor por su heroína no le impidió hacer­la víctima de burlas por sus gustos y condición social.

En este “pastel”, más que la masa, importó el merengue. Y mientras más rocambolesco y colorido, mejor.

Tomada de "Trabajadores"

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