Tras casi una década de contrasentidos telenovelescos cubanos, poco más que una buena sorpresa significó el reciente seriado Bajo el mismo sol

 

para el contexto televisivo criollo, gracias a la sabia decisión de traspolar al audiovisual el sólido guión concebido para la radio por Freddy Domínguez, por parte de Jorge Alonso Padilla, para la primera y la tercera temporadas: “Casa de cristal” y “Desarraigo”, y Ernesto Fiallo para “Soledad”, la segunda entrega.

Cual tímido Balzac empeñado en escribir una Comedia Humana a lo criollo, la División de Programas Dramatizados del ICRT, buscó con esta propuesta, esbozar un fresco más o menos coherente y complejo de la “realidad” cubana, libre de afeites triunfalistas que a la larga sólo consiguen extrañar al medio respecto a su público. Paradójicamente, el propio público que las más de las veces se aliena con el consumo alternativo de programas y telenovelas de Univisión, Televisa y Telemundo, exige de su televisión un espejo nítido de todas las tribulaciones y entresijos de la contemporaneidad nacional, cuanto menos edulcorada mejor. Y hacia esta disección de la sociedad actual fue Bajo…, sin ánimos explícitos de construir un completo “mosaico social”, contentivo de todos los tipos, estereotipos y arquetipos coexistentes en nuestro contexto, pues quien mucho abarca…

En sentido general, Padilla y Fiallo desplegaron suficiente oficio como para aprovechar las bondades del libreto, pletórico de personajes muy bien estructurados, desde cuyas individualidades e intimidades se generaron las enjundiosas conflictualidades de las tramas, aunque sin aspirar ni de cerca a la elaborada autenticidad formal de una “televisión de autor”, predicada y practicada consecuentemente por Rudy Mora, frisada por Charlie Medina, Alejandro Gil y Ernesto Daranas.

Bajo… comulgó de lleno con la facturación estandarizada de las telenovelas nacionales de las últimas dos décadas, cuyas direcciones de arte, fotografía y edición son replicadas título tras título, ad infinitum. Carecen todas de una identidad visual cuyo real peso dramatúrgico trascienda el simple retablo donde se desarrollan las historias. Mas este seriado detentó a su favor un guión pensado, elaborado concienzuda y coherentemente, en pos de significar cada escena, calzado por un montaje efectivo que evita remorosas tautologías, y una media interpretativa lo suficientemente decorosa, gracias a una dirección actoral de apreciable calibre y estabilidad a lo largo del tríptico.

CASA DE CRISTAL

Mientras que el tema carcelario, en sus más diversas aristas, se ha erigido en casi un subgénero cinematográfico a escala mundial, las pantallas cubanas han apenas entrevisto los sinuosos transcurrires acaecidos intramuros en estos correccionales. Textos clásicos como El presidio político en Cuba, escrito por el puño juvenil de José Martí, la novela Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, y las crónicas noveladas de 108 días preso, de Pablo de la Torriente Brau, engarzan el siglo XIX criollo y la primera mitad del XX, con textos post 59, como los conjuntos de cuentos Dichosos los que lloran y Los hijos que nadie quiso, de Ángel Santiesteban, y la novela San Lunes. Panóptico en dos estaciones, de Agnieska Hernández, quizás una de las primeras autoras en referir la vida carcelaria femenina, arista menos explorada aún.

El tema mengua más en el audiovisual nacional, siendo generalmente relacionado con tramas de la lucha antibatistiana, como en la cinta Clandestinos (Fernando Pérez, 1987), o su émulo televisivo De tu sueño a mi sueño. Rara avis es la serie policial Su propia guerra, donde en determinados capítulos, el agente protagonista se infiltra en prisión para desfacer entuertos. Es entonces que la primera temporada de Bajo…, “Casa de cristal”, erige por primera vez la cárcel en axial temática, con el plus de colimarla desde el ángulo femenino, en connivencia con la referida escritura de Agnieska.

Mas no buscó la trama concentrarse en la recreación de dinámicas y devenires internos de una prisión cubana de mujeres (aunque no faltaron varios flash-backs, obnubiladores del sentido de la realidad objetiva del personaje de Tania), sino recrear el azaroso retorno de tres ex reclusas, bendecidas por la libertad condicional, a un contexto socio-familiar-laboral, que nunca más las acogió o apreció igual. Contexto que de mala gana da acceso al más bajo de sus escalones, para recomenzar el ascenso en la escala de valores.

La cárcel entretejió sobre sus vidas un enrejado más sutil y duradero, aura negativa, estimulante de resquemores y prejuicios, deportes muy preciados por los seres humanos. De estas celdas personales bien adheridas a sus pieles, deben despojarse desde la autovaloración y las ayudas externas sinceras. La salida de la prisión, final de etapa aciaga, deviene el inicio de las respectivas reinserciones a la vida en sociedad, de reincorporarse a los círculos afectivos y a sí mismas. Sentada queda el gran intríngulis del perdón: ¿tiene derecho, quien hiende las fronteras legisladas y moralmente consensuadas, a recuperar el decoro y su justo lugar entre los coetáneos, disfrutando de la clásica segunda oportunidad?

El protagonismo de “Casa…” fue compartido por la muy variopinta trinidad de la profesional Tania (Ketty de la Iglesia), víctima de un imperdonable momento de ira y desesperación domésticas; Doris (Blanca Rosa Blanco), vampiresa estafadora, aunque le quemen el hocico; y Lissette (Daylenys Fuentes), reincidente en cuestiones de hurto a pequeña escala. Engrosado fue el conflicto de esta última por un lesbianismo “duro”, rechazado olímpicamente por la familia.

Los bien estructurados caracteres fueron defendidos con dignidad por las actrices, con voto particular para la debutante Fuentes, sincronizada satisfactoriamente en su registro con las coprotagonistas más experimentadas: Blanco, engarzada en el registro seductor como mano en guante (su eterna especialidad), y de la Iglesia, igualmente bien sintonizada con la contención sufrida. Quizás sobre un poco del patetismo sensiblero que por momentos sobresatura los caracteres de Tania y Lissette, quienes siempre tienen a punto una lágrima o un desplome histérico, que no es lo mismo que mantener (y esto sí está muy bien logrado) la natural actitud paranoide, expectante, del acosado. No es para menos en el caso de la joven lesbiana, conminada igualmente por el círculo familiar y social más por su preferencia sexual que por el propio crimen.

Sin llegar al insalvable y extremo rechazo de cintas como Boy A (John Crowley, 2007), las tres mujeres se enfrentaron, además de la reivindicación social, al más delicado remonte del sendero perdido en la sacra maternidad. En Doris, su naturaleza de recia amazona marginal combatió con la necesidad de recuperar la ascendencia sobre el hijo adolescente, formado en equilibrado ambiente familiar de padre y madrastra. Lissette desbordó sobre las sobrinas huérfanas toda su reserva de amor maternal, para nada atemperado por sus preferencias sexuales o conductuales, pero que puso sobre el tapete la polémica cuestión de la correcta crianza de infantes por homosexuales. La amorosa Tania pugna por su más pequeño hijo contra las frenéticas oleadas de cariño y juguetes con que lo baña la desequilibrada madrastra Alicia, sobreinterpretada deliciosamente por una Sheila Roche, quien apeló al mismo cisne negro emergido en la Abigail Williams de la versión televisiva de Las brujas de Salem, una década atrás. Aunque su extroversión no dejó un tanto de reñir con el registro actoral promedio de la telenovela.

En las filas de los personajes negativos irredentos, milita la maléfica tía de Doris, asumida por una Verónica Lynn en glorioso despliegue de sus cualidades histriónicas, para integrar con la Blanco, uno de los más orgánicos duetos antagónicos del seriado. Con esta interpretación, la cual despoja a la ancianidad de la, a veces, conmiserativamente e igualitaria bondad con que aureola a los “pobres y dicharacheros” viejitos, la actriz hace un guiño a su otra clásica tía malvada: la Doña Teresa, empeñada en desgraciarle la vida a la jovenzuela Susana Pérez, en cada capítulo de la antológica telenovela Sol de batey.

SOLEDAD

Desde una estética convencional, sin búsquedas formales que particularicen el discurso, enrareciéndolo a la larga para la percepción de los públicos mayoritarios, que buscan lúdico sosiego a la familiar “hora de la novela” (dígase emocionarse con los avatares de héroes y heroínas principescos sometidos a situaciones límites), Bajo… consiguió, como pocas, conciliar los recursos emotivos del melodrama y la llaneza visual, con la sincera y compleja exposición de problemáticas sociales, en las cuales se debatieron en la segunda entrega, varias mujeres, símbolos respectivos de la maternidad en solitario (Mirtha Lilia Pedro), la soledad sin pareja (Mariela Bejerano), la honestidad harapienta enfrentada a un contexto altamente definido por la posesión material (Beatriz Viñas), el abuso doméstico, de sutiles tintes racistas (Tamara Castellanos), la tercera edad conciliadora de los antagonismos de las nuevas generaciones (Asenneh Rodríguez), y sin pretender abarcar todas las aristas posibles de tales casos, articulando el conflicto desde el personaje, nunca subordinando el caracter a una situación.

“Soledad”, desde unos créditos de presentación y “cortinas” transicionales mucho más elaborados que la rusticidad de “Casa de cristal” (que para nada se correspondió con la calidad real de la propuesta), apeló a situaciones menos inusuales, cotidianas hasta su más prosaica difuminación, en medio de la brega diaria por el pan. Aún así, obtuvo una orgánica y progresiva complejización conflictual, donde las muy bien guiadas interpretaciones protagónicas y secundarias no decepcionaron las exigencias del libreto original.

De entre el balanceado y cualificado registro histriónico general, descolló la casi epifánica interpretación de Mariela Bejerano, apenas insinuada en la temporada precedente. Su organicidad y encanto desbordaron por la pantalla en cada plano y frase, casi al nivel de la “fuera de serie” Tía, concebida y conseguida por Verónica Lynn. Resaltó también el maravilloso oficio del todoterreno Raúl Pomares, en un rol de “abuelo” sabichoso y conciliador, el cual, de ser asumido por otra persona, hubiere precipitado en mero didactismo. Sin embargo, el histrión logró emitir, limpio de moralina huera, puras enseñanzas vitales, muy necesarias para tantos progenitores, que exigen de sus vástagos eternos agradecimiento y sumisión, por el hecho de traerlos al mundo sin que éstos lo solicitaran; para tanto progenitor que ve como una carga al hijo necesitado de toda atención, cariño y orientación para ser un humano auténtico; para tanto progenitor, que ve como una molestia al hijo traído irresponsablemente al mundo.

Sobre esta cuerda se movió una de las más sensibles tramas: la del jovencito gigantón, torpe, desatendido e incomprendido Rudy, mixtura más amable de los grotescos adolescentes Tyrell, de Monster’s Ball (Marc Forster, 2001) y Preciosa, del filme homónimo (Lee Daniels, 2009), pero igualmente muy inusual en el audiovisual nacional, excesivamente cuidadoso (hasta caer en una suerte de racismo conmiserativo), en el tratamiento de la otredad marginal en cuanto a raza, niñez y adolescencia, a siglos de los enfoques corrosivos de Tod Solondz (Welcome to the dollhouse, 1995 y Storytelling, 2001), o Gus Van Sant (Elephant, 2003). La conmovedora y contenida interpretación conseguida por el bisoño Abdel Castro, dotó al caracter de entrañable veracidad, a la cabeza de todo un jovencísimo elenco, que consiguió emular decorosamente con los más experimentados. Desde el seriado Doble juego, de Rudy Mora, no había aparecido en la pequeña pantalla criolla tal selección de noveles histriones.

La bastante descarnada exposición de la violencia materna, sazonada de intolerancia e incomprensión, resaltó como planteamiento probablemente nunca elevado a palestras principales del audiovisual cubano, con tan minuciosa profundidad y valentía, trascendida toda pacata concepción de la TV como rancio “medio educativo y promotor de valores”. El más bello canto a la maternidad emergió de entre la marisma emocional de la madre incapaz y el hijo infeliz.

La violencia doméstica, fenómeno independiente de cualquier abstracción social, fue expuesta con igual mesura, gracias a la coherente interpretación del cromagnónico mecánico Saúl, por parte del teatrista Julio César Ramírez, quien con cada una de sus ocasionales intervenciones en la TV (recordar el sobrio y delicado periodista antimachadista de Al compás del son), y el cine (Rafael María de Mendive en la biopic cubana José Martí: el ojo del canario, de Fernando Pérez), regala contundentes caracterizaciones de diversa índole. La dirección actoral fue refrendada a su vez por un acertado casting. Sin embargo, otra actriz de guisa escénica (La 4ta. Lucía), y el audiovisual indie cubano (Utopía, El patio de mi casa), Beatriz Viñas apareció demasiado constreñida en su papel de la trabajadora social Caridad, delatando temores o falta de habilidades ante la cámara televisiva, inusual para ella.

No desmedró tampoco las calidades señaladas la edición, consiguiendo una ágil secuenciación de las acciones, debidamente alternadas y engranadas las diferentes tramas y escenas, sin menoscabo de la comprensión cabal de cada una de las situaciones y su desarrollo independiente.

DESARRAIGO

La disonancia inicial generada por la tercera temporada, intitulada “Desarraigo”, nuevamente a cargo de Jorge Alonso Padilla, fue la retrotracción cualitativa experimentada por la propia presentación, respecto a las apreciables cotas estéticas dispuestas por “Soledad”. A pesar de mantener una dignidad que no demeritó al tríptico en su conjunto, la conclusiva entrega delató una considerable merma en la urdimbre de historias que giraron alrededor de la fractura familiar, ya sea dada por el nacimiento y crianza de vástagos no deseados (en los casos Yurima-Jason-Evaristo y Felicia-Roxana-Carmen), o por el retorno del hijo pródigo, asumido este pasaje bíblico en su mayor literalidad por la subtrama del cubano-boricua Mauricio (Roque Moreno), quien regresó del país de Nunca-Jamás, en posesión del tesoro del Capitán Garfio, a despejar las turbiedades de su pasado, con equívoco ánimo de ¿reconvención?, ¿añoranza?, ¿arraigo?, ¿curiosidad quizás?

La confrontación-reencuentro con la contrita y cáustica madre Rosa, interpretada por Amada Morado con suficiente consistencia como para llevarse las palmas de la temporada, ante la ausencia de pares como los inexpugnables Verónica Lynn, Raúl Pomares y Mariela Bejarano, no alcanzó la turbulenta complejidad enunciada de sobra por las conflictualidades previas entre esta y el fallecido padre Arístides, y por la propia circunstancia sociopolítica que determinó la separación: la conocida Operación Peter Pan. Mucho menos fueron equiparados los duros avatares entre el niño Rudy y su progenitora, de la segunda temporada, signada esta relación madre-hijo por un desarraigo tan o más terrible, donde no se precisó de la distancia física para aguzar la fisura sentimental. Precisamente, en “Desarraigo” se extraña el histrionismo infanto-juvenil desplegado sin carencias en “Soledad”.

La iniquidad de la referida historia del disfuncional muchacho se intentó parangonar con la subtrama estructurada alrededor de Jason, avanzado Síndrome de Down, cuya discapacidad dio al traste con el amor de los jóvenes y profesionales padres, incapaces de asumir en toda su complejidad la crianza del niño, a la par de una estabilidad laboral y sentimental. A diferencia del audaz, preciso y ágil affair de Rudy, la línea de marras adoleció de cierto regodeo en la conflictualidad, a riesgo incluso de revertir responsabilidades y enfatizar maliciosamente en el pequeño niño como real culpable de la incomunicación, el hastío y la final infidelidad entre los progenitores. Súmese el que ciertas aristas del problema, como la excesiva sobreprotección de la madre renuente a dejar el cuidado del hijo a manos ajenas, no pasen de la explícita alusión en boca de los personajes, sin una intencionalidad factual lo suficientemente prefigurada.

Igual apocamiento delata el tratamiento de conflictos sórdidos hasta la abyección, de guisa muy melodramática, como la solapada paternidad del finado Arístides tras su relación con la entonces impúber Felicia y el consecuente abandono de toda responsabilidad sobre Roxana por parte de esta. Las expectativas creadas tampoco alcanzaron la algidez necesaria. La hoguera de pecados de lesa maternidad-paternidad, rencores y remordimientos apenas emite algo de calor.

Todas las subtramas, de hecho, acusan lentas evoluciones, cansinas redundancias y hasta verdaderas tautologías, como el toma y daca de la dupla compuesta por la matriarcal Mamita (Alina Rodríguez) y la briboncilla Lily (Yaremis Pérez), acaecido siempre en el mismo escenario doméstico, con las mismas reconvenciones y “caritas”, consejos experimentados y lacrimosos empaques-desempaques de los bártulos, para retornar a Antilla y/o Palma Mocha, aguzada cada vez más la burlesca conmiseración con que son asumidos estos dos estereotipados caracteres. Esta trama en cuestión queda más varada que la propia muchacha en la casa de su renuente ex marido Omar (Jorge Ferdecaz). La inminente solución, de explicitez melodramática, revela facilismo y apresuramiento: de la nada emergió el sensitivo policía, necesitado de afectos, prendado a primera vista de los encantos de la antillana. Y valga señalar la recurrente esquematización del cubano “oriental” en un audiovisual de origen capitalino, al estilo de la bonachona madre interpretada por Corina Mestre en la no remota teleserie Diana.

La temporada “Desarraigo”, en irónica connivencia con su título, se mostró un tanto dispersa y fragmentaria, en desventajosa comparación con la orgánica contundencia demostrada por los dos segmentos precedentes de la tríada. Las líneas argumentales aparecieron un tanto desarraigadas unas de otras, débilmente imbricadas. La atenuada intensidad dramática y la apocada narratividad, redundaron en un debilitamiento general de una de las mejores puestas telenovelescas de estos años, que consiguió exponer sobre el tapete social, conflictos hasta ahora obviados por la moralina que barniza las capas más exteriores de la sociedad, logrando inusual equilibrio entre la emotividad de sesgo melodramático y la comprometida complejidad psicosocial. Sin llegar a la excelencia estética, Bajo el mismo sol se inscribió definitivamente en los anales de la TV Cubana, como un hito que demuestra cómo se logra un buen producto con magros recursos materiales, gracias al oficio y la claridad de objetivos.

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