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- Escrito por: Avelino Víctor Couceiro/EnVivo
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Un conflicto de la televisión es el alto valor y alcance de su funcionalidad al legitimar actitudes positivas y desmitificar prejuicios.
En toda obra el conflicto es, sin duda alguna, básico en el arte de captar público; pero a veces se absolutiza una concepción estrecha, maniquea y negativa del conflicto, que lo limita a la violencia con efectismos, quizás como otra secuela de la llamada “crisis ética de las ciencias” con que despuntó el siglo XX, cuando los científicos comprobaban aterrados y cada vez más, cómo sus esfuerzos por el bienestar del mundo, quedaban en función de la guerra y otros horrores similares.
Alfredo Guevara sentenció que actualmente se piensa según los medios, sobre todo la televisión; quizás no tanto, y menos hoy con la Internet… pero se acerca muchísimo a la realidad. Por ello, justamente un conflicto de la televisión es el alto valor y alcance de su funcionalidad al legitimar actitudes positivas y desmitificar prejuicios que obstruyen vidas y relaciones más plenas degenerando disimiles intolerancias, pero por lo mismo, exige una enorme responsabilidad de todos los que de una manera u otra, incidimos para los medios, pues de igual forma, mal educamos al legitimar antivalores deformantes y frustrantes, como también ocurre.
¿Los mejores, son los villanos?
Más de una vez, hemos escuchado en la televisión a actores muy respetables, que sin embargo, aseguran que los mejores personajes son los villanos, porque son los que están llenos de matices. Entristece mucho verificar tales talentos que tanto aportan, y sin embargo, dañan tremendamente con esas afirmaciones cuando ellos mismos demuestran una y otra vez lo contrario; mucho más consecuentes son cuando aseguran que no existen “personajes pequeños”, ni “menores”, pues en efecto, todos y cada uno de los personajes valen en un buen guion, y abundan ejemplos de los que han trascendido pero que, mediante otros intérpretes, hubieran pasado inadvertidos.
No lo necesitan, pero esas afirmaciones a menudo disfrazan intenciones populistas al no ser genuinamente populares, afanándose en supuesta originalidad que busca ganar popularidad al incentivar empatía inimaginable con quienes llegan a ser abyectos, pero ellos “son tan buenos actores” que los comprenden, mientras olvidan la dosis de comprensión a los otros personajes (sobre todo las víctimas, con cuya agonia fomentan así la indolencia) y que comprender no implica necesariamente compartir ni promover, y menos en la dosis intelectual que debiera asistir a cada artista que ha de ser sistémico y crítico con toda la trama, y no solo con su personaje; ningún personaje hace al intérprete: al contrario.
Los clisés en la historia
Casi como caricatura (la mejor y la peor), en los inicios del cine, un largo y fino bigote negro cual manubrio con cuyas puntas solían jugar y enroscárselo, era “el villano”; las “villanas”, entonces menos frecuentes, solían ser “la femme fatale” o “vampiresa”, etéreas cual vampiros, de sensual belleza considerada pecado por definición de tentación carnal tras siglos de moralismos, hipocresía, envidias y frustraciones que trastocaron la “natura” con la “anti-natura”, ya revirtiendo valores.
Esos clichés han sido sustituidos por caritas, miradas, expresiones que supuestamente nacen del alma, pero de inorgánicas se delatan; poses, alguna que otra vestimenta, peinado, color; tonos al hablar, gesticulaciones precisas… en este juego, el público disfruta sentirse aprobado cuando descubre al “villano”, y agradece elogiando al actor que hace todas esas concesiones: “qué malo(a) es”, incentivados por algunos críticos amparados por el poder de los medios, cómplices de esa seudocultura o “kitsch” que tanto condenan, para “caer en gracia” a unos y otros, o asumir su pose de sublime intelectual incomprendido.
En siniestro igualitarismo, otro populismo ha devenido slogan: no hay malos tan malos ni buenos tan buenos, y les impostamos valores y antivalores a unos y otros respectivamente, de forma indiscriminada, inconsecuente a menudo, perdiendo la autenticidad y convencimiento que exige el arte. De tales problemas en guiones y dirección, de pronto nos sorprendemos respaldando morbosamente ya no a un “bueno”, sino al “menos malo”.
Retos
Un buen intérprete sabe encontrar los colores, matices y contradicciones en todos y cada uno de sus personajes, y dotarlos así uno por uno, por muy buenos o villanos que sean, sin que ello implique hacernos cómplices justificándolos a veces como “errores humanos”, obviando que al reiterarse indolentes, irresponsables, negligentes, y según conciencia de perjuicios, no son errores, sino horrores.
Lo más difícil es representar el mismo villano de forma distinta cada vez sin maniqueísmos, sin inventarle virtudes incongruentes o que no tiene, pues simplemente, la diferencia es absoluta, eterna. Los momentos de transición ayudan a valorar la interpretación, siempre y cuando no degeneren también en clisés que comparten todos: público, actores y críticos, guionistas y directores…
El arte no es fácil, llenar de matices al personaje, sea cual sea, sobre todo cuando no descansa en malformaciones físicas ni espirituales, ni en maldades que lo conducen a la locura, a muertes horribles o finales caóticos ni arrepentimientos que ponen a prueba toda ingenuidad. Más difícil es aflorar los tantos colores y contradicciones que tenemos todos (no tienen que ser antivalores), por muy buenos que seamos, y lograrlos siempre distintos, como somos, distinto incluso al personaje en su evolución-involución, sin impostarles maldades inconsecuentes: la contradicción es mucho menos simplista que bueno o malo, y de problemas rebosamos, y solo en esas contradicciones, vivimos y progresamos.
Consecuencias peores que “los villanos”, y mejores opciones
La maldad no es producto de los medios, que deben reflejarla pero críticamente, sin legitimarla, pues peligrosamente, supera cualquier ficción e induce empeorar. En el proceso de evolución-involución que sufrimos en franca reversión de valores, “bueno” se confunde con bobo y aburrido, y “malo” es atractivo, divertido, listo, aunque nos inunda la maldad aburrida, repetitiva y estúpida, además de la gran diversidad de violencias no solo físicas, también sicológicas, económicas, ambientales, contra la autenticidad y la organicidad del discurso o cada idioma, no solo en nuestras culturas hispanohablantes. Lo popular degenera vulgar al abusar de las “malas palabras” para imponer sinrazones, y ya se requieren nuevas “malas palabras” para situaciones extraordinarias, como es su función, pero que se han entronizado en nuestra cotidianidad, afectando el ritmo de vida y la salud social.
Es mucho más difícil interpretar lo similar a uno sin ser uno, y enarbolar la bondad que la maldad. Grandes actores y actrices en algún momento, se han repetido o al menos, han tenido momentos repetidos, lo cual no los desdora en lo absoluto: sería buscarles manchas al sol. En teatro, cada exhibición, aún de la misma obra, es distinta por momentos y contextos diferentes, lo cual no exime también de repeticiones, pero cuando entregan el alma a su obra del momento, hasta para evitar el tedio y de forma natural, hay variaciones más ligeras o notorias que no traicionen la esencia de la puesta. Igual ocurre con los grandes oradores, incluidos los profesores brillantes que imparten la misma clase, pero nunca les queda igual.
El amor ha sido tergiversado como antivalor, “los buenos” son mal mirados, y ya ser “buena persona” y revolucionario en la verdadera acepción del término, no sólo es aburrido, sino malo, incluso cuestionado laboralmente por “conflictivos”, cuando para facilitar la vida y el desarrollo de todos (consecuentes con ser buenos), buscan revertir “lo malo”, ya empoderado hasta por la fuerza de la costumbre.
En quienes odian su trabajo (no son pocos) “mi trabajo es usted” ha sido un slogan fatal; hay profesores que ven en el estudiantado sus enemigos, religiosos que llaman a no ayudar ni desear lo bueno a nadie “para no perder la suerte”. Hemos de revitalizar “haz bien y no mires a quién”, “ama a tu prójimo como a ti mismo”, y aquella máxima del más humilde cubano de cualquier color de piel y rincón del país, urbano o rural u otro: “soy pobre pero (honrado, educado, decente, respeto)” e incentivar una bondad llena de matices y conflictos a solucionar, pero coherente consigo misma, divertida y sobre todo, valiente.
Otros clisés por supuestos feminismos con misoginia resultante
A menudo muchos de esos facilismos dañinos emanan de las causas más justas y urgentes, como es en la equidad de géneros, los que se han empeñado en reclamar mayor presencia femenina en el humor escénico cubano, y siembran la imagen de la escasez de talentos femeninos en esa área, ignorando que desde el teatro colonial, vernáculo o en otras comedias, han sobresalido no pocas mujeres, incluso alguna autora, y luego en nuestro cine, radio y televisión abundan, no pocas reconocidas ya con Premios Nacionales de Humor y otros galardones y sobre todo tradicionalmente por nuestro pueblo, y silenciarlas es misógino.
También el humor se ha degenerado como burla, y la mujer estereotipada como bella, nunca sería motivo de burla por mucho talento que demuestre para la comedia, cediendo el triunfo a hombres y de preferencia, lo más feos posible; son otros de los clisé facilistas que dañan más que cualquier villano.
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- Escrito por: Julio Martínez Molina /Granma
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Los Farad tergiversa rol de Cuba en guerra de Angola
Algunos habituales de esta columna sugirieron la idea de comentar la lunática visión que, sobre la guerra de Angola y la participación cubana, allí, ofrece la serie Los Farad, desembarcada en cerca de 190 países el pasado diciembre.
La serie, creada por el director español Mariano Barroso y el guionista cubano Alejandro Hernández, para la plataforma estadounidense Amazon Prime Video, se ambienta en la década de los 80 del pasado siglo, y sigue al traficante de armas Leo Farad (Pedro Casablanc). Entre los invitados a las fiestas de su mansión ibérica figuran cubanos, con quienes el anfitrión se codea. A partir del episodio dos, comienzan a retratar la Isla como de inmenso poderío militar, con presencia de tropas en gran parte del mundo.
De hecho, en el propio capítulo, el personaje central de Oscar (Miguel Herrán), novio de la hija del traficante, Sara Farad (Susana Abaitua), le inquiere: «¿Cómo una isla tan pequeña mueve tropas como si fuese un imperio?». Luego, le pregunta el papel de su familia en la guerra de Angola, y ella le responde que a los cubanos no les gusta depender de un único suministrador, sobre todo para cosas como el napalm.
El diálogo se produce a bordo de un avión rumbo a Luanda, en el cual la pareja se encontrará con Henry (Héctor Noas), alto cargo de la inteligencia antillana, gran amigo del traficante, que familiarmente llama a la joven «sobrina», y quien funge de intermediario para las compras de armamento. Los españoles proveerán el napalm (el Protocolo iii de la Convención de Ginebra prohibió su uso en 1980) pedido por los cubanos, quienes –según este delirio– emulan al ejército yanqui, que lo empleaba para su devastación de Vietnam.
Henry traicionará, delatará a una extensa red de agentes cubanos en Europa, y hará que su novia (Laura Ramos) también deserte. Ella no quería, pero un reloj caro pudo más que su convicción. Si bien, antes los cubanos no solo tendrán su napalm, sino todos los cañones que deseen, cortesía de sus amigos ibéricos. Uno de los momentos más irrisorios de este cuento de ciencia–ficción acontece cuando el jefe de las tropas cubanas en Angola, el coronel Patricio (Vladimir Cruz) recibe a Leo, Sara y Oscar: nada más y nada menos que en medio de la batalla de Cuito Cuanavale. Da vergüenza ver, ahora, el hollywoodismo barato de un buen director como Mariano Barroso, quien por cierto estudió en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños. Y alucina el juicio del coronel Patricio sobre la participación caribeña: «Esta es una guerra tribal, donde no pintamos un carajo». Minutos después, en el mismo episodio siete, la enfermera cubana interpretada por María Isabel Díaz le dice a Oscar que fue allí solo en busca de los 60 dólares que le pagarán por un año de servicio.
Es grimoso cómo se intenta desvirtuar una causa solidaria tan sagrada, apelando al reduccionismo más rampante y al relativismo moral, recurriendo a deslegitimar valores, vaciar o trastocar sentidos y violar flagrantemente la historia. La Operación Carlota (1975-1991), una de las epopeyas internacionalistas más heroicas de nuestro pueblo, permitió el fin del apartheid en Sudáfrica, obtener la paz de Angola y garantizar la independencia de Namibia, gracias al sacrificio de 300 000 cubanos. Los Farad lo olvida, lo distorsiona y miente.