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- Escrito por: Pedro de la Hoz /Granma
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Fotograma de Primer Grado.
Una gran duda me asalta al finalizar la serie Primer grado, que de domingo a domingo –esos plazos semanales para la intensidad y complejidad de una muy responsable propuesta no se justifican– ocupó el horario estelar nocturno de Cubavisión: ¿habrán calado tema y conceptos en la audiencia más necesitada de abordarlos y debatirlos abierta y desprejuiciadamente?
Cierto que el impacto de las redes sociales y las autopistas digitales en las sociedades contemporáneas implica a todos los sectores y todas las edades. Pero cierto también que la problemática desplegada, que fue del ciberacoso a las respuestas emocionales a lo que circula sin medida ni control, pasando por el deslumbramiento ante los chismes electrónicos y la imitación de modelos de las tribus urbanas, apuntan a un universo juvenil que, probado está, cada vez se sienta menos ante el televisor.
A diferencia de otras producciones recientes, los 11 capítulos de Primer grado, por el momento, no están al alcance de los dispositivos preferidos por los jóvenes. En los grupos de seguidores visibles en Facebook se cuentan detalles de la serie, de los actores y actrices, de los realizadores y técnicos; al menos esto es indicador de que esos seguidores, evidentemente jóvenes, han estado al tanto de la entrega.
El colega Mario Muñoz, justo en una de sus cuentas en las redes sociales, abogó para que Primer grado y Calendario fueran incluidas en los programas curriculares secundarios y preuniversitarios, no como materias opcionales, sino en el plan de clases. No sé si haya que llegar a tanto, más vale el interés.
Rudy Mora, con la colaboración del dramaturgo Eduardo Eimil, trazaron un arco argumental enjundioso y provocador, con un correlato igualmente sugerente y propositivo en términos de realización. La exposición pública en el ciberespacio, sin consentimiento, de las fotos eróticas de una muchacha –no tan crudas en la pantalla, quizá por pudor; más cercanas al body art que a la práctica del sexting– desata una tormenta en la que no solo es víctima, sino victimaria.
El último capítulo, de excesivo metraje y una densidad moralizante ajena al tono prevaleciente a lo largo de la serie, dejó claro que la venganza no es el camino; aquí no vale el ojo por ojo, sino el aprendizaje de la responsabilidad y el compromiso ético. A esa conclusión podía llegarse sin tener que hacer explícitas las disculpas ni apelar al supuesto documental al que tributa Daniela su testimonio.
En todo momento, del primero al onceno episodio, Mora fue fiel a una sintaxis narrativa poco convencional. No solo por la explotación visual de las imágenes propias de las actuales tecnologías de la comunicación, sino por sacar de la modorra al telespectador con planos poco frecuentes y núcleos dramáticos aparentemente fragmentados, pero que al fin y al cabo se conectaban para dar sentido y coherencia a las historias.
Tras el planteamiento inicial, y excluyendo los últimos compases, cada capítulo partió de la premisa de los «retos» que la protagonista ponía a quienes consideraba la habían mancillado en las redes. Ingenuos o forzados –no discuto su trasfondo real, sino su eficacia en la trama–, lo más interesante pasó por el vínculo de aquellos con un personaje que daría por sí mismo una serie, Leinad el Profeta, reguetonero, repartero, simulador, vividor como unos cuantos en el actual plazo cubano. Cuánta sustancia aportaría una mirada mucho más atenta y profunda al mundillo de las músicas urbanas. Sin maniqueísmo, con matices bien cuidados, Luis Alberto Batista bordó el personaje. Eso sí, en el orden de la inverosimilitud se instaló la idea de atribuir el éxito de Leinad al personaje interpretado por Carlos Gonzalvo.
Retos aparte, para quien esto escribe hubo tres capítulos que clasifican entre los momentos más logrados de la producción dramática doméstica de los últimos tiempos. Uno fue el que registró las infundadas, pero lacerantes polémicas acerca de si la halterofilia es o no un deporte apto para mujeres. Otro, el que con mucho tacto, sin restar agudeza, penetró en la religiosidad popular de origen africano y el peso de la tradición familiar en sus prácticas; sumamente calibradas las actuaciones de Alden Knight e Hilario Peña. Y un tercero, aquel que puso de relieve el presentismo que ignora olímpicamente prestigios sólidamente cimentados y sin embargo olvidados, como el de la veterana actriz asumida por Verónica Lynn y su descubrimiento por el joven barbero interpretado por Ariel Zamora, capítulo resuelto de manera desenfadada y chispeante.
Otros nudos argumentales alimentaron las expectativas de los televidentes: el drama familiar de los padres y la tía de Daniela (inmensa Yailene Sierra y contenido y exacto Jorge Treto), y la propia indefinición sentimental de la protagonista –a veces Diany Aurora Zerquera, más que caracterizar a Daniela, se deja ganar por la abulia– en su relación con Ricky, cuyo perfil sicológico y credibilidad se asientan en el formidable desempeño de César Domínguez. Lo más flojo, por su tratamiento epidérmico, la relación del hermano de Ricky con el trío de «otakus» criollos.
En la alta puntuación de Primer grado, que confirma la trayectoria profesional de Rudy Mora (recuérdense ConCiencia y Doble juego), influyó decisivamente la confluencia de fotografía, diseño, edición y la banda sonora de Juan Carlos Rivero.
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- Escrito por: Sahily Tabares/Bohemia
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Valoraciones sobre el programa Historia del Cine y los valores de contenido, dramatúrgico, estético, que deben ser cultivados en ficciones llevadas a las pantallas en cualquier soporte
¿Por qué nos alegran, hacen sufrir o inspiran otros muchos sentimientos, filmes concebidos y llevados a la pantalla en el siglo pasado? ¿Son importantes para jóvenes realizadores? ¿Aportan sugerentes visualidades en la era de Internet y de las complejidades tecnológicas? Estas, entre otras interrogantes, motivan reflexiones sobre la necesidad de conocer historias y la complejidad de personajes diversos que se sustentan como materia creativa para indagar en las posibilidades de la imaginación; forjan el aprendizaje y las destrezas al contarlas a públicos –devenidos usuarios–, quienes construyen discursos propios en dependencia de sus necesidades, gustos, expectativas e intereses.
En tales sentidos, un rico universo revela el programa Historia del cine (Cubavisión, lunes, 10:30 p.m.) que durante cinco decenios ha llevado a la pequeña pantalla clásicos de renombre internacional, tendencias y estéticas de quienes hacen posible la revelación del arte fílmico desde diferentes manifestaciones creativas.
El espacio da fe de su vigencia a partir de la antigüedad renovada mediante la presentación y el despliegue de informaciones constantemente actualizadas.
Estos motivos deben inspirar a guionistas y directores de menos edad que no siempre son conscientes de la importancia de los clásicos. Para transgredir maneras de contar resulta preciso conocer lo sedimentado, pues la experimentación es un valor cuando constituye una necesidad expresiva. No basta el intento de decir algo nuevo, hay que resignificar la construcción de lo real.
Los aportes de críticos reconocidos han permitido sistematizar valoraciones en profundidad, las cuales son indispensables para nutrir la cultura y analizar calidades interpretativas.
Los planteamientos en las narrativas fílmicas no son un mero instrumento pasivo en la construcción del sentido en imágenes, palabras, diálogos, puestas. Estas nunca son inocentes, tienen connotaciones en procesos sociales, conflictos políticos y estructuras económicas.
En un mundo interconectado, si bien el medio televisual no es el único responsable del enriquecimiento cultural de las mayorías, mucho puede hacer por él.
A propósito de estos asuntos, durante el homenaje recibido en un pasado Festival de Cine, la primera actriz Mirtha Ibarra comentó a BOHEMIA: “Nunca olvido el pensamiento de Tomás Gutiérrez Alea. Alea, quien iluminó mi vida profesional y personal cuando decía: el realismo del cine no está en su presunta capacidad para captar la realidad tal como ella es, sino en revelar, a través de asociaciones y relaciones de diversos aspectos aislados de la realidad, la creación de una nueva realidad”.
Sin duda, cada texto audiovisual lleva implícita una teoría filosófica, que debe ser desentrañada de él, refigurada dentro de un corpus general. La inteligencia lectora jamás puede faltar ante contenidos, moralejas y fábulas que alcanzan su clímax en narraciones concebidas para explorar las complejas dimensiones de actitudes y afectos en los seres humanos.
Ningún artista debe tomar los conflictos cotidianos y las referencias a otras épocas para copiarlos, sino con el propósito de apropiárselos desde la visión de maneras propositivas inéditas. La libertad creativa de cada uno propicia perspectivas que trascienden los ámbitos cinematográficos y literarios, así como el hecho de hallar inmanencias de textos icónicos o verbales.
De ningún modo es un secreto que las artes suelen fecundarse unas a otras mediante las incitaciones de los niveles temáticos, estéticos y expresivos. Aprovechar todas las señales, lo aprehendido, la valía de las no tan nuevas tecnologías y los saberes ancestrales propicia explorar el arte en toda su dimensión.