La homofobia, la transfobia, y demás negaciones obsesivas a realidades tan claras como el agua, siguen estando presentes en cualquier sociedad  y salen a relucir, lo mismo enmascaradas que mecidas por la ignorancia

Foto: Fotograma de la película Entre nosotras.

En 1972 tuve la suerte de ver El último tango en París, de estreno en un cine de esa ciudad.

Bertolucci había sido excomulgado, en Italia el filme estaba prohibido y muchos españoles, sumidos en la censura de Franco, ávidos de encontrarse con aquel escándalo de «la mantequilla» –que involucraba a un Brando desnudo y a la veinteañera Maria Schneider en un apartamento sin muebles– buscaban la frontera de Toulouse para llegar a Francia por el sur.

Unos 25 años después, la televisión cubana estrenó El último tango en París y todavía recuerdo mi indignación frente a la pantalla: «¡qué manera de cortar, cará!», fue lo mínimo que dije.

Sin embargo, poco después tuve en mis manos un DVD del filme y comprobé que la versión exhibida había sido la misma, suavizada, por una empresa comercial estadounidense con el ánimo de hacerla «potable» para una audiencia que quería ver, aunque no demasiado.

¿Lo sabía la televisión? Ni lo afirmo ni lo niego, lo cual no le quita peso a la responsabilidad de mantenerse informado en un medio, el cine, que arrastra a millones. Pero cuando a principios del año 2000 conseguimos la copia original de El último tango en París y se presentó en La séptima puerta, nadie en la TV puso reparos.

Estrenar en televisión Brokeback mountain (Secreto en la montaña, Ang Lee, 2005) fue un buen medidor. En Estados Unidos la polémica estaba encendida por cuanto muchos no comprendían cómo se le permitía al director chino poner en tela de juicio el prestigio de un símbolo nacional. ¿Qué era aquello de presentar a dos cowboys besándose? Obra de arte magistral, la película terminó triunfando y así lo vieron no pocos espectadores cubanos, que se comunicaron con el ICRT para agradecer su exhibición. Pero, como era de esperar, tampoco faltaron reproches.

Recuerdo haber leído por aquellos días el artículo de una periodista italiana que le criticaba a la televisión de Berlusconi darle cortes a Brokeback mountain, cuando en Cuba se había exhibido completo.

En tiempos pasados era común establecer discusiones sobre preferencias cinematográficas: películas del oeste, de romanos, de piratas, policíacas, comedias, las del género bélico y, por supuesto, las películas de amor, que podían tener temas diversos, pero siempre desarrollados en el terreno de la heterosexualidad.

La censura, la autocensura, o el temor al rechazo del gran público convertían en tabú, o en algo muy marginal, las historias entre homosexuales y lesbianas. Sin contar que había disposiciones, como el Código Hays, en Estados Unidos, que no las permitían. Poco importaba entonces que la vida real aportara casos en el que el deseo y el amor se concentraran en personas de un mismo sexo. Llevar eso a la pantalla, ¡ni pensarlo! El cine ignoró esas temáticas todo lo que pudo, porque además, las casas productoras no las encontraban ni «comerciales» ni «edificantes». De ahí que muchos espectadores que acudieron a ver en los años 50-60 del pasado siglo La gata sobre el tejado de zinc caliente no podían explicarse cómo el personaje que interpretaba Paul Newman –Brick era su nombre– se negaba a ir a la cama con su esposa Maggie, una esplendorosa Elizabeth Taylor. La razón estaba en que al trasladar a la pantalla la excelente obra teatral de Tennessee Williams, el carácter homosexual de Brick había quedado borrado de un plumazo, y alguna que otra insinuación al respecto era insuficiente para comprender el peso de la tragedia.

El tema de «la diferencia», de las «preferencias», de la libertad de escoger identidades –un asunto presente en el mundo entero– fue largamente ignorado en el cine, hasta que diversos factores, entre ellos la ciencia, el trabajo de organizaciones y políticas responsabilizadas de poner las cosas en su sitio, además del arte, la cultura, y la sensibilidad de muchas personas, comenzaron a despejar caminos de entendimiento, comprensión y justicia, aunque todavía no todos los caminos que hicieran falta.

La homofobia, la transfobia, y demás negaciones obsesivas a realidades tan claras como el agua, siguen estando presentes en cualquier sociedad  y salen a relucir, lo mismo enmascaradas que mecidas por la ignorancia. Las he conocido a lo largo de los años en relación con diferentes filmes «fuertes» por los que, junto a mi asesora, hemos dado la batalla frente a personas con facultades medianas, o menos que medianas, para decidir. Sus actitudes pudieran resultar comprensibles si se tienen en cuenta los muchos años de prejuicios y análisis mal asimilados del asunto. A veces hasta son defensores de las mejores causas, pero a la hora de determinar si exhibir, o cortar, se van por la vía de no correr riesgos (porque, además, hay gente que protesta), e insisten en el corte. En esa zona de decisiones individuales, y a veces inconsultas, clasifican los pocos casos de «tijeras» que hemos conocido últimamente.

Pero atrás, por suerte, han quedado los tiempos en que había que «lucharla» para que no censuraran un beso lésbico salido al aire a las 11 de la noche. Hoy puedo asegurar que el ICRT, como institución, no aboga por los cortes. En lo absoluto. La prueba –entre otras– está en todos los filmes exhibidos en La séptima puerta en los últimos años, el último de ellos, Desobediencia, este viernes 14, una intensa historia lésbica con sexo incluido. La lista sería larga, desde toda la filmografía de corte homosexual de Xavier Dolan, hasta títulos premiados como Carol (Cate Blanchett y Rooney Mara) y Michael, filme que nos puso a pensar si se exhibía o no, porque se trataba de un pedófilo que encerraba en una habitación a un niño de diez años. La respuesta a la duda la dio, como siempre, el arte, el inmenso trabajo artístico desarrollado para un tema tan escabroso.

Ya el ICRT explicó la responsabilidad individual vinculada a los cortes que sufrió Ammonite, presentado por el canal Educativo este último sábado, un filme de grandes actuaciones, pero considerado menor y deudor de Retrato de una mujer en llamas, que fue visto el pasado año en TV sin que nadie reconociera públicamente la integridad original de su exhibición.

He visto en las redes sociales las protestas motivadas por los cortes a Ammonite, y aunque aplaudo las polémicas culturales con fundamento, creo que algunas de las opiniones son exageradas al tratar de vincular el hecho a la mano de una conspiración institucional. Por favor. Al contrario de otras televisoras del mundo, estamos viendo lo mejor y más aplaudido vinculado a una temática que suele tratarse, igualmente, de la manera más comercial y hasta grotesca.

No dejo pasar la ocasión para promover dos filmes que se exhibirán en las próximas semanas en La séptima puerta: la francesa Entre nosotras, sensible historia de dos lesbianas que pasan de los 60 años y no escurre la atracción erótica, y La doncella, coreana, espectacular y con escenas subidas de tono perfectamente justificadas en lo artístico. Ninguna de las dos –no haría falta aclararlo– serán cortadas, porque los tiempos son otros y hay que seguir defendiéndolos.

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