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- Escrito por: SAHILY TABARES/Bohemia
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Comentario sobre la serie Valientes
En el siglo XXI la polisémica interacción de los públicos con el sistema mediático motiva acelerados cambios. Mediante las redes sociales las personas se convierten en productoras-difusoras o consumidoras de puestas de diversos formatos, géneros, narrativas y estéticas.
Lo real está en la pantalla tradicional, para las mayorías. Tiene que ser verdadero, creíble, interesante. De lo contrario, no comunica.
Conscientes de este panorama la guionista Lil Romero y la directora Heiking Hernández recrean en la serie Valientes (Cubavisión, martes, 8:45 p.m.) la historia de seis estudiantes universitarios que trabajaron de manera voluntaria en un centro de aislamiento para contactos y sospechosos de la covid-19.
La producción audiovisual está basada en crónicas del hoy periodista, entonces estudiante, Mario Ernesto Almeida que fueron publicadas en las redes sociales de la revista Alma Mater, en la sección Bitácora del alma.
Ese valioso material complejizado dramatúrgicamente sitúa en la mira conflictos que marcan e impulsan las acciones de los personajes. Son colocados en una especie de cuerda floja –el desafío constante de estar en la zona roja– jóvenes capaces de exponer sus vidas por salvar otras. Ninguno es más importante que otro, lidera en el relato un protagonista coral enfocado en la libertad de decir y hacer incluso desde el anonimato.
No obstante, cada uno tiene identidad propia. La riqueza en el delineado de caracteres y actitudes seduce a la familia, a los de menos edad, en tanto brindan banquetes de emociones mediante un mínimo de información.
El nexo entre narración y verdad artística propicia la identificación natural, espontánea, con Sergio, periodista (Ángel Luis Montaner); Carlos, biólogo (Franklin Ernesto López); Jonás, físico (Ernesto Codner); Adriana, filóloga (Daliana González); Marian, química (Lorena Gispert) y Gregorio, matemático (Roberto Romero). Son personajes veraces en la medida que son poéticos. Cautiva la propia asignación de roles desde las respectivas especialidades, las cuales le permitieron a la guionista estructurar capítulos diseñados para llegar al alma de las audiencias.
La guionista Lil Romero enriqueció la dramaturgia de Valientes mediante una valiosa bitácora del alma. / Yasset Llerena
Indudablemente la trama produce peripecias –paso de la dicha al infortunio–, agnición –va de la ignorancia al conocimiento– hasta llegar a la catarsis –emociones e instrucciones. Este abordaje identifica muy bien el concepto de fábula en Valientes, pues es el elemento más importante del espectáculo que vemos en la pantalla sin excluir luces, sombras, incomprensiones, angustias, soledades.
Nunca lo olvidemos, cada proposición cultural escoge, dentro de la intrincada madeja de lo real, aquellas aristas o fenómenos que considera pertinentes, en ello hay derechos inalienables de la creación desde tiempos inmemoriales.
Por esto la puesta en escena y la puesta en cámara responden a la íntima añoranza de que se goce y se sufra con la misma intensidad. Médicos, doctoras, pacientes, enfermeros, padres, novias, familiares, revelan las interioridades de infinitos mundos afectivos. Unos, otros, nos hacen conocer mejor al ser humano, enriquecen el poder de observación ante las miserias y las grandezas del prójimo.
Los riesgos del límite pululan por doquier en la narrativa de la serie. Sin estridencias algunas situaciones alertan, muestran el peligro. En ocasiones recuerdan momentos difíciles al tiempo que estimulan la esperanza. Condicionan silencios en instantes de máximo estrés y destellos de alguna luz.
Al parecer el equipo de realización no concibió su proyecto fuera de las emociones, porque la vida, el ímpetu creativo, si no pasan por el estremecimiento de la emoción, resultan estériles, fútiles.
Más que mirar hay que ver en profundidad escenas, secuencias, interpretar diálogos, desazones, tener presentes los días más difíciles de la batalla epidemiológica en Cuba.
El lenguaje de Valientes también invita a la vanagloria de la elipsis, tiende a sustantivarse en la pertinencia de eso que la teoría de la recepción ha llamado espacios vacíos, estos deben ser llenados por las audiencias prestas a disfrutar del aprendizaje con el intelecto y la espiritualidad bien despiertos. Pensemos en esto.
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- Escrito por: Guille Vilar
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Cuando un programa de Televisión, arriba a su vigesimoquinto aniversario de creado, merece un distinguido grado de respetabilidad al que otros lamentablemente, no han logrado llegar por haberse quedado en el camino. Tal es el caso del espacio televisivo de Los Lucas, programa que bajo la dirección de Orlando Cruzata, ha recorrido todo este trayecto de empeños cotidianos, no exento de incomprensiones llegadas hasta desde el rincón menos imaginable, pero también de ganados elogios.
Para nadie es un secreto que, para los cubanos, la música ocupa un lugar preponderante en nuestra sensibilidad artística y por tal motivo tenemos una serie de renombrados concursos que abarcan las más diversas y múltiples manifestaciones musicales que coexisten en el país. En cuanto a los Premios Lucas, anualmente dicha premiación no ha dejado de estar marcada por alguna que otra polémica a nivel popular.
Para ser justos, resulta imprescindible no olvidar que los premios otorgados en este concurso son para los directores de los videos, son las valoraciones acordadas por parte de un experimentado jurado dedicado a resaltar en una treintena de categorías a aquellas excelencias avaladas por el tratamiento artístico de cada director en tales videos. Frente a semejante precepto, es obvio que no necesariamente tiene que haber una coincidencia coyuntural con canciones que hayan levantado gran expectativa en determinado momento y debidamente aclamadas en otro tipo de evento similar, pero con diferentes requerimientos a Los Lucas.
Si en los primeros pasos de este espacio televisivo, provocó las más disimiles opiniones acerca de la evolución del video clip nacional en su búsqueda para alcanzar un lenguaje propio, basta echar una mirada a algunos de los premios entregados en la reciente edición 25 del programa, para poder constatar el meritorio desarrollo adquirido en estos audiovisuales nuestros. En los materiales galardonados, predomina esa atmosfera propia del rigor profesional en el dominio de una compleja técnica, matizada tanto por el buen gusto como por un alentador sentido de pertenencia.
Por ejemplo, llama la atención la elegancia plasmada en video Yiri Yiri Bon del director Alejandro Pérez quien con una revitalizada interpretación de Lemuell en este clásico de Benny Moré, recibe el premio en la categoría de ópera prima mientras que Ivette Ávila nos hace cómplices con la delicadeza de su ternura patente en Cancioncita de Lien Rodríguez en la categoría de trova. Por su parte, José Rojas sorprende en la música popular bailable con la imaginativa recreación del diseño de vestuario en La fiesta del amor con el cantante Alain Pérez.
Sin embargo, el Video del Año es nada menos que una propuesta del director Joseph Ros con Luna Manzanares acompañada por Omara Portuondo. Si la interpretación de ambas cantantes en el clásico tema de Silencio bordea ribetes de genialidad, el exigente desempeño creativo de Ros en el conjunto de la obra, no es menor al confirmarnos la certeza de su capacidad para conquistar regios elogios por su exquisita realización en cualquier otro concurso a nivel mundial en que este material pueda ser presentado. Ante semejante evidencia palpable, nos alienta el sentir de un profundo agradecimiento a Los Lucas por haber propiciado el desarrollo del video clip cubano desde los augurios más optimistas.