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- Escrito por: Sahily Tabares/Bohemia
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Valoraciones sobre la telenovela Los hijos de Pandora, que mediante preceptos del género hizo meditar a los públicos, en su mayoría ansiosos por encontrar respuestas ante determinados conflictos y circunstancias familiares de profunda trascendencia social
El regreso de Máximo (Osvaldo Rojas) a Cuba en busca de la estabilidad familiar, después de permanecer durante veinte años en Estados Unidos sin emitir señales, provocó lo que en el audiovisual se denomina focalización: modalidad de regulación de la información narrativa que orienta el modo en que se cuenta el relato. Por esto, para argumentar y analizar, era preciso el desarrollo de los conflictos, los planteamientos temáticos, su avance en determinadas circunstancias, conocer en profundidad los entramados de una historia que hizo reflexionar a varias generaciones.
La revalorización de relatos y personajes-tipos en Los hijos de Pandora, telenovela con guion de Ariel Amador y dirección general de Ernesto Fiallo, colocó en la mira los asuntos de la paternidad y la violencia desde diferentes puntos de vista. Al parecer, los realizadores no quisieran abarcar mucho más porque ambos universos permitirían entrar en determinadas zonas de la conciencia de notable impacto en la sociedad cubana. Poco a poco Los hijos de Pandora introdujo diversos contenidos: la homofobia, el racismo, el alcoholismo, la falta de transparencia en el ámbito familiar, entre otros, que motivaron múltiples sensaciones en las audiencias.
No obstante la riqueza temática en la concepción dramatúrgica del relato, en este prevalece la cultura patriarcal. Pensemos: ¿por qué la mayoría de los personajes-tipos femeninos persiguen, a toda costa, la felicidad junto a un hombre y el equilibrio de la familia perfecta? ¿Qué significado tuvieron en la vida de las mujeres el desarrollo profesional, las posibles batallas en sus respectivos trabajos, el hecho de ser ellas mismas? Ciertamente, transformar las prácticas sociales exige un proceso que demanda voluntad de cambios.
Las ficciones audiovisuales, quizás como ningún otro género, tienen la capacidad comunicativa de inquietar, alertar, poner en claro las contradicciones que aún persisten, constituyen obstáculos para el cambio cultural imprescindible y desmontar las concepciones sexistas del patriarcado en tanto sistema de dominación.
En el siglo veintiuno las telenovelas pueden reafirmar la dimensión antropológica de la cultura en tanto mundo heterogéneo, híbrido, donde confluyen repertorios masivos, cultos, populares.
La puesta reafirmó que la intriga no es estática, forma parte de un proceso integrador, el cual requiere la participación del televidente, pues mediante las redes sociales los sujetos pasan a convertirse en productores-difusores o productores-consumidores.
Al involucrarse en el hecho estético los televidentes deben ser conscientes de que son productores simbólicos, creadores de sentido de visualidades no siempre explícitas. Interpretar bocadillos y silencios es un imperativo en estos tiempos convulsos saturados de incomprensiones, en los que la decencia, la solidaridad, el mejoramiento humano, el bien social merecen prevalecer.
Al entendimiento de los conflictos, las pasiones, los deseos de crecer contribuyó una buena parte del elenco de actores y actrices. En este empeño brilló la dirección de casting infantil a cargo de Mariela López. En especial, la selección de la niña Salet Ibáñez (Amaya), quien facilitó el proceso de amor creativo desarrollado junto a su padre Raydel (Rodrigo Gil), actor que supo extraerle al máximo las complejidades de una persona dotada, pensante, contradictoria.
De ningún modo podían faltar en la historia, los secretos, las intenciones ocultas, la tradición melodramática requerida por una telenovela que mantuvo vívidos el perdón, las traiciones, la culpa.
Estos sentimientos lideraron en la relación de Adys (Roxana Broche) y Raydel orientados a deslindar entre las tentaciones del deseo, el compromiso de la responsabilidad y la exigencia de los otros.
Gozó de un perfil humano, creíble, dubitativo, la Carmen de Raquel Rey. Lamentablemente el diseño de este personaje-tipo no dio cabida a su ejecutoria profesional apenas esbozada, cuando lo hizo intentó dar relevancia a un presunto desliz matrimonial.

Recia en su mala negada a todo, la Nidia de Yudexi de la Torre colocó en la pantalla un mal que puede aquejar a cualquier madre-mujer afectada de insatisfacciones, dolores profundos. Casi al final de la historia se conoció que ella desempeñaba un trabajo, el cual sirvió para seguir destapando la caja de Pandora.
La Petra de Paula Alí, actriz siempre fuerte, sincera, antagonista de armas tomar, condujo a un clímax tal vez poco esperado; en dicha dirección la trama reafirmó su condición de continuos ocultamientos necesarios en el género telenovela.
Oportuna, bien meditada, fue la acción subordinada –mal llamada subtrama- que protagonizó Heriberto (Roque Moreno). Personaje-tipo y discurso textual entraron de manera exquisita en vericuetos de la personalidad humana. Ningún rol es pequeño cuando está bien fundamentado dramatúrgicamente.

Comedido, convincente, notable en su desempeño, Alejandro Cuervo demostró la vital organicidad con un Saúl creíble sin el ánimo del didactismo machacón y aleccionador que, en ocasiones, afecta la presentación de la homosexualidad en algunos relatos.
El dilatado reencuentro de la familia de Yohana, Reynaldo y Cristian patentizó que el amor puede unir voluntades. No siempre Giselle Sobrino (Yohana) y Alain Aranda (Reynaldo) hicieron gala del histrionismo tan defendido por el maestro Stanislavski al reclamar el enriquecimiento de la experiencia interior mediante huellas, las cuales no se borran con el tiempo.
Los 50 capítulos de Los hijos de Pandora han hecho meditar sobre la necesidad de seguir educando desde la comunicación en el ámbito familiar y fuera de él. Es preciso sembrar la alerta en el ojo crítico, trascender el acercamiento primario del me gusta o no me gusta. De alguna manera lo expresó Raúl Paz en la música de presentación: hay que conocer el mundo de los hijos, sus reclamos, necesidades, añoranzas. Podría pensarse: la familia es la familia y el resto es la familia del otro. No lo olvidemos, en el vecindario puede existir un Máximo o una Nidia, reflexionemos sobre la voluntad holística de los fenómenos sociales que colocan en la cuerda floja actitudes y sentimientos; no basta la acción de condenarlos, lo más importante es transformar al individuo, ennoblecerlo.
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- Escrito por: Jordanis Guzmán Rodríguez
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“Educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive: es ponerlo a nivel de su tiempo, para que flote sobre él, y no dejarlo debajo de su tiempo, con lo que no podrá salir a flote; es preparar al hombre para la vida”. Así definía Martí la noble labor de enseñar, entendiendo al maestro como el forjador de las nuevas generaciones, los que han de seguir cultivando el conocimiento humano para que germine en obras bellas.
Tales consideraciones martianas y revolucionarias del papel del educador han rondado las inquietudes representacionales de nuestra televisión, que en más de una ocasión se ha acercado a la figura del maestro desde la gratitud, la honestidad y la ternura.
Quizás una de las aproximaciones más recordadas por nuestro pueblo referente al papel de los educadores en la formación de nuestros niños y jóvenes, sea la serie infanto-juvenil La semilla escondida. Anclada en las experiencias socioculturales reales del emblemático conjunto musical infantil Ismaelillo, La semilla… relataba la labor pedagógica de un maestro para incentivar a sus alumnos mediante las artes, a ser mejores estudiantes y seres humanos. La serie tuvo en su momento (1986) un índice de audiencia arrollador. La razón quizás de tal fenómeno, fuera la intención de dar caminos a nuestros educandos, en la noble tarea de entregar hombres y mujeres sensibles a la sociedad.
Casi una década después, una serie juvenil muy particular rompería los esquemas del género en Cuba, de disímiles maneras. Blanco y negro, ¡No!, abordaba las inquietudes y encontronazos sentimentales de una adolescente de séptimo grado y sus compañeros. Pero dentro de las subtramas de la serie, se destacaba aquella que nos presentaba a un profesor de Historia joven, con un sistema de enseñanza diferente, capaz de crear “ruido” en sus colegas de mayor experiencia. Héctor Noas interpretaba al inusual profesor de Historia y lo hacía consciente de la necesidad de mostrar nuevas formas de llegar a nuestros jóvenes, esos con demasiada prisa, negados a oír “muelas” y a obedecer.
En el año 2002, el destacado realizador Rudy Mora, traía a las pantallas cubanas Doble Juego, una serie arriesgada, polémica, que nuevamente se acercaba al universo juvenil y a los enfrentamientos generacionales entre profesores y alumnos. La inmensa actriz Eslinda Núñez interpretaba a Encarnación Coto, una austera profesora de Español-Literatura, que a su vez se involucraba de manera visceral en la vida de sus estudiantes de 9no grado. El personaje mostraba de manera descarnada el dilema de un profesor cubano defendiendo a toda costa su vocación, en detrimento muchas veces, de su estabilidad familiar.
Eslinda Núñez interpretó a Encarnación Coto, la profesora del grupo de adolescentes protagonistas de la serie Doble Juego, de Rudy Mora (Foto: Facebook).
Tuvieron que pasar algunos años, para volver a tener en nuestros dramatizados, a un maestro como protagonista absoluto de la trama. La oportunidad vino de la mano del prolijo guionista Amílcar Salatti y del realizador Alberto Luberta Martínez. Juntos hicieron posible Entrega, la telenovela de Manuel, un profesor de Historia desvinculado, que decide volver a las aulas, a pesar de que esto afecte su economía familiar y su relación amorosa. Las maneras de enseñar la Historia y su vínculo particular con los estudiantes generarán inquietudes y recelos en otros docentes, que no comprenden del todo el nivel de entrega de Manuel. La serie sirvió como termómetro para saber que opinaban los adolescentes sobre la manera en que les era mostrada la historia en sus escuelas y cómo hacerla más atractiva.
Pero con la transmisión de Entrega, se vio más evidenciada que nunca la necesidad de cuestionar y poner en su justo valor, la labor de los educadores cubanos. Por eso no fue extraño, que, en poco tiempo, la idea de una serie juvenil con una profesora de Español-Literatura de protagonista, rondara las cabezas de Magda González Grau y Amílcar Salatti. De este binomio creativo nació Calendario, una serie honesta, incisiva, pletórica de caminos por los cuales poder transitar. Así conocimos a Amalia, interpretada con todos los hierros por una eficiente Clarita García, que entendió que este personaje provenía de la ternura, la esperanza y la gratitud; esa gratitud hacia los encargados de iluminar la inocencia de nuestros niños y adolescentes.
La actriz Clarita García dio vida a Amalia, la profesora de Español – Literatura del 9no3 de la serie Calendario (Foto: Facebook).
Ahora que cada vez está más cerca el estreno de la segunda temporada de Calendario, es importante repensar cuan pertinente es darle voces a través de los medios, a los maestros cubanos; no convertirlos en seres irreales ni estatuas de mármol; entender las contradicciones, las incertidumbres, el temor que significa enseñar en tiempos de tanta información diseminada, y muchas veces inexacta.
Martí también dijo: “El maestro tiene que ir a aquellos que no pueden ir al maestro”. Por lo tanto, nuestra televisión tiene que seguir yendo a esas historias donde esté el maestro, donde suene su voz segura y la mano gentil acaricie: allá donde esté su luz, que es la luz de la enseñanza.