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- Escrito por: Leidys María Labrador Herrera/Granma
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No es casual que en los afanes colonizadores de quienes detractan la libertad de los pueblos sea la cultura un blanco invariable.
No es casual, porque quien despoja a un pueblo de su cultura, que es lo mismo que despojarlo de su identidad, lo deja en la más extrema indefensión, en un estado de decadencia y desamparo que no logran ejércitos ni armas ni bombas. Mientras la cultura vive, vive un pueblo.
Fue por eso que aquel hombre, preclaro como pocos, excepcional visionario de los destinos de la humanidad, entendió que salvarla era imperativo para la pervivencia de la soberanía, de la libertad a tan alto costo conquistada.
Por eso, la cubana fue también, a la par de social, una revolución cultural. Una que removió ese concepto desde sus cimientos, lo dignificó, y recuperó de ese modo el orgullo de un pueblo por la confluencia de razas, tradiciones, credos, saberes y artes en lo más profundo de sus esencias.
La cultura pasó a ser desde entonces, como nunca antes, espada y escudo de la nación, como había predicho ya el Apóstol, como mandaba la historia, como imponía la naturaleza patriótica y rebelde del cubano.
Cada batalla ganada en su nombre cuenta también como victoria para todo aquello en lo que creemos, para el país con el que soñamos, para nuestra defensa siempre manifiesta de las causas nobles. La cultura se ha erigido, por derecho propio, en estandarte de esta Isla, y en una de las poderosas razones por las que se nos admira en este mundo.
Defenderla, salvarla, ha sido para nosotros decisión irrenunciable. Fieles a esa promesa pactada de corazón y principios, navegamos las cruentas aguas de los intentos perennes de colonización cultural, de deconstrucción simbólica, de llamados incesantes a la pérdida de identidad, a desconocernos como cubanos.
Ignorar esos peligros, o pretender que no hacen en nosotros mella alguna, implicaría pagar el precio más alto de la ignorancia, la transculturación macabra que viene de la mano de la conquista.
Entendamos entonces el peligro, y seamos resilientes y prolijos en alternativas al asedio cultural. Hagámosle saber al enemigo, en este y todos los días, que la cultura cubana y sus valores fueron, son y seguirán siendo su anhelo inalcanzable, porque hay muchas cosas con las que jamás ha negociado este pueblo, y su cultura se encuentra en la cúspide de todas ellas.
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- Escrito por: Jordanis Guzmán Rodríguez
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Hacer reír nunca ha sido fácil, mucho menos en tiempos de un consumo diferente de los contenidos. Plataformas digitales como YouTube, TikTok o el propio Facebook acorralan de tal manera a las audiencias con sus propuestas, que le ponen la contienda difícil a la televisión. En las redes se puede hacer un chiste de todo o casi todo, pero la televisión tiene sus reglas comunicacionales, que no siempre están en consonancia con el gusto popular.
Si a esto se le suma los escasos presupuestos para crear buenos proyectos, y cierto sentimiento de desidia en quienes hacen la televisión de hoy en Cuba, tenemos como resultado programas humorísticos con un futuro dudoso y muy mal recibidos por parte del público. Es este el caso de El último para reírse, un humorístico ubicado en las noches de los jueves por Cubavisión, con la clara intención de experimentar y reinventar un subgénero dentro del humor televisivo: el tele-chiste.
Muy funcional internacionalmente en las décadas de los 80 y 90, el tele-chiste tiene sus propias reglas. ¿La más importante de todas?: ser conciso. Pero hay otra regla que no está escrita en ningún manual y que es infalible: contar con un buen elenco de actores.
Aunque el programa está conformado por grandes humoristas que han privilegiado con su presencia a la televisión durante décadas, el desnivel histriónico de El último para reírse es evidente, pues son muchos “los nuevos rostros” que no saben encausar de la mejor manera sus intervenciones. Tampoco es que el guion los ayude mucho.
Los guiones del programa elaborados por “demasiadas manos” no siguen una línea clara; intentan romper esquemas dentro del género, pero logran todo lo contrario. El resultado es una mezcolanza de estilos humorísticos, donde se deja a un lado la concreción del tele-chiste clásico, para probar con una suerte de sketches o secciones “parásitas” que no funcionan.
Todo es forzado, falto de gracia y desfasado en el tiempo, pese a las claras aspiraciones de conectar con un sector más juvenil; pero no creo que algún joven se sienta atraído con los mismos chistes de hace 10 años, diluidos en el mal empleo de la estructura.
René Suárez Ramírez, su director, lleva consigo todo lo aprendido en la academia, e intenta volcarlo en este espacio, que, pretendiendo ser muchas cosas a la vez, termina siendo nada. Es cierto que hay un mejor uso de los planos, la fotografía y hasta de la ambientación; pero hay desconocimiento del género y un uso fallido de los tonos.
El mayor desacierto de El último para reírse es la negación del tele-chiste; “un gato por liebre” audiovisual que el público no ha perdonado, pues esperando del programa una cosa, ha recibido otra muy distinta y poco atractiva.
Quizás la opinión popular ayude a que este nuevo proyecto encuentre su rumbo pronto, podando secciones innecesarias e intervenciones actorales para nada risibles. Quedarse con lo mejor y más rescatable de este humorístico tal vez haga el milagro, y algún sector de la población decida hacer la cola y pedir… El último para reírse.