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- Escrito por: Valia Valdés
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A pesar de las severas limitaciones económicas que atraviesa la televisión cubana, algunos directores y guionistas insisten en retomar la época y visitar momentos anteriores de la vida nacional, al abordar temas de significación cultural e histórica que aportan variedad a la pantalla televisiva.
La telenovela El derecho de soñar, dirigida por Alberto Luberta Martínez y Ernesto Fiallo, y el telefilme Días de novios, con dirección de Yoe Pérez, resultan ejemplos satisfactorios de lo antes expuesto.
Lo conseguido en la recreación histórica de ambas producciones, aspecto difícil de alcanzar sin que salte a la vista algún borrón, es favorable en general, tanto en el acercamiento a la dinámica radial de los años cua<renta del siglo XX y el glamour de algunas de sus más destacadas figuras, como en la historia enmarcada en el ámbito provinciano del monotemático que transcurre en los cincuenta.
En sendas obras, el género logró ser expresado de manera armónica en casi todas las especialidades.
La necesidad de que los intérpretes trasmitieran el espíritu del período abordado y las lógicas de comportamiento en las circunstancias dadas fue satisfecha de manera relevante por los actores Yaremis Pérez, al dar vida a Maria Valero, en una muestra de madurez actoral; y Angel Ruz, quien aportó tono y mundo interior al joven revolucionario de Días de Novios. Vale destacar la calidad coral lograda por el casting de Yoe Pérez.
De El derecho de soñar me cuestiono por qué no se apegó más el diseño de peluquería a los referentes reales, particularmente el de las damas.
Considero el personaje de Esther de la Osa, interpretado por Amelia Fernández, como el menos favorecido en el rubro anterior, pues peluquería y vestuario debieron atender más a la anatomía de la actriz y la psicología del personaje con el fin de aportarle solidez a su imagen.
Por otra parte, en las situaciones de la estación de policía ocurridas en la telenovela sentí que fueron descuidadas las caracterizaciones de las figuras represivas y la forma en que los ciudadanos se comunicaban con esa representación del poder, aspecto conseguido en la interpretación de Jorge Luis López, Roberto Salomón y sus compañeros de elenco en Días de novios.
En el telefilme, es de significar la manera delicada en que Lidia Caridad Hernández Oria tejió el guion del telefilme a partir de la vida de Celestino Pacheco, uno de los jóvenes pinareños que asaltaron el Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957.
Los diseños de peluquería de José Cotta oscilaron de la perfección a la falta de naturalidad, mientras la ambientación de la obra dejó escapar algunos deslices en la casa del novio, entre ellos: la lámpara de pie y las dimensiones de la caja de cubiertos y del radio, elementos disonantes si tomamos en cuenta la clase social de la familia. No cuestiono la autenticidad de los objetos sino la información que trasmiten dentro de un contexto determinado.
El vestuario y la fotografía lograron un resultado hermoso. El detalle visual fue trabajado con buen gusto y su puesta en pantalla dejó el mejor sabor en la tarde de Una calle, mil caminos.
La telenovela El derecho de soñar y el telefilme Días de novios no hubieran llevado la reconstrucción de época a buen puerto sin el esfuerzo de sus diseñadores de vestuario, Elio Vives y Kirenia Reguera, quienes bebieron de los hitos cinematográficos de cada período.
Los directores Alberto Luberta, quien asumió la dirección de esta primera fase de la telenovela, y Yoe Pérez triunfaron en la tarea, junto a sus productores, al reunir equipos y recursos capaces de aportar calidad visual y credibilidad histórica al hecho artístico. Los nombres de Oigres Suárez en El derecho de soñar y Johanys Labrado en Días de novios tuvieron mucho que ver en estos resultados.
Exhorto a los creadores a persistir en las obras de época pues me parece imprescindible mantener vivo el diálogo audiovisual que permita entrelazar el hoy con el ayer y acercar los públicos a las historias que componen nuestra identidad.
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- Escrito por: Rubén Rodríguez González/Ahora
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De Judas a la fecha, la figura del traidor es un elemento recurrente en la literatura y el arte. Sobre él suele caer el castigo humano y divino y la repulsa colectiva. Ese controvertido rol le tocó al joven actor Daniel Barrera Valdés, al interpretar a Diego Trinidad en la telenovela cubana El derecho de soñar, que se trasmite actualmente.
En la novela de Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta (hijo), quien la dirige junto a Ernesto Fiallo, Diego es un peón en la famosa “guerra del aire”, que entablaron el dueño de RHC Cadena Azul, su tío Amado Trinidad (Roque Moreno), y el magnate Goar Mestre (Denis Ramos), dueño de la CMQ.
Sobre el saldo profesional que le dejan el personaje y la telenovela, accedió a conversar Daniel con www.ahora.cu, entre otros tópicos diversos, que le revelan no solo como un gran conversador y chico sincero, sino como una promesa de la actuación y un hombre que sabe lo que quiere.
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- Escrito por: Jordanis Guzmán Rodríguez
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Cuando un producto audiovisual es capaz, casi desde su primera emisión, de dividir en bandos a la audiencia, es porque estamos en presencia de un material diferente, arriesgado, con la curiosa capacidad de alterar el mapa estético del formato que lo arropa. Este ha sido el caso de El derecho de soñar, una novela atípica dentro del horario de la telenovela cubana, que en los últimos 10 años se ha caracterizado por devolver desde la ficción las problemáticas sociales y espirituales del cubano contemporáneo.
Razones de índole productivo y la falta de buenos guiones que recreen tiempos pretéritos, han condicionado la inexistencia de dramatizados históricos o de época. Esto desafortunadamente propició un distanciamiento y rechazo de los públicos consumidores del género, para los que una telenovela con trasfondo histórico no es más que una bomba de tiempo destinada al fracaso. Por eso, que una obra del calibre de El derecho de soñar se llevara a cabo, era necesario para cambiar preconceptos y abrir caminos a nuevos acercamientos históricos desde la ficción.
Homenajear a la radio desde la televisión y no contar un trozo de su historia, era algo impensable; por eso los guionistas Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta Martínez, se dieron a la tarea de encontrar un pedazo de estos 100 años de radio cubana y convertirlo en melodrama puro, como solo dos radialistas apasionados saben hacerlo. Es así que tenemos al Derecho de nacer como telón de fondo de un relato entretenido, trepidante, muy a la usanza del folletín de aquellos tiempos. A su vez, una heroína trágica es la protagonista de esta primera etapa, donde datos históricos verídicos, conjugado con muchos elementos de ficción, articulan dramatúrgicamente un guion que va de menos a más, y que en el proceso logra enamorar a muchos televidentes con su poder comunicacional.
Era evidente que un material con estas características levantaría diversidad de opiniones y reservas; más si tenemos en cuenta el éxito de su predecesora, anclada en nuestro día a día. Pero poco a poco El derecho de soñar ha removido sentimientos, recuerdos y un interés por esa radio de antaño de la que somos deudores y herederos. Estos primeros siete capítulos nos han preparado para la próxima etapa, en la que los actuales hombres y mujeres de la radio son los encargados de hacer de sus sueños el más valido de los derechos.
Innegable es la potabilidad de los guiones confeccionados a cuatro manos por los guionistas Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta Martínez. La historia se cuenta sola, sin informaciones machacadas en los textos ni acciones dramáticas reiterativas. Los diálogos, con un marcado dejo radiofónico, tejen una red de intrigas, secretos, rivalidades y verdades a medias, muy propias del género. Los cierres de cada episodio han sido, hasta la fecha, redondos, obligándonos a volver a la serie una y otra vez.
Pero si bueno ha sido el guion, muy acertada fue también la dirección de la obra, a cargo esta vez de dos pesos pesados de la realización audiovisual en Cuba: el propio Alberto Luberta Martínez y el infalible Ernesto Fiallo. Los experimentados realizadores se dividieron en dos unidades creativas para ser más expedita la grabación de la telenovela. Conscientes de los pocos elementos con los que contaban para capturar la atmósfera y el esplendor de la década de los 40, Luberta y Fiallo se decantaron por una visualidad discreta, minimalista, que jugara todo el tiempo con el cine negro norteamericano y que sacara el mayor partido posible de locaciones y elementos mobiliarios preexistentes.
En ese empeño, los rubros técnicos jugaron un papel esencial. Tal vez, la disciplina que más arriesgó en esta etapa de la telenovela fue la fotografía, a cargo de Jorge Luis Frías y Carlos Taravela, quienes desde el juego con los tonos sepias y los claroscuros, lograron reproducir una visualidad añeja, propia de los años 40. La peculiaridad de estos recursos fotográficos en la pequeña pantalla distanció inicialmente a los públicos, más acostumbrados en este tipo de entrega a ambientes luminosos, abiertos, que brinden al relato calidez y esperanza. Pero el transcurso de los episodios y la asimilación popular de la historia ha demostrado que los presupuestos visuales utilizados fueron los indicados para vestir de gala a una ciudad que muy poco conserva de la etapa republicana.
De igual forma, Miguel Ángel Tur en la dirección de arte intentó con pocos elementos captar la esencia de la época. La falta de un estudio donde controlar eficazmente los aspectos escenográficos y de ambientación obligó a rodar en locaciones reales y sacar de ellas el mayor partido posible. No siempre la especialidad sale airosa, pues el componente productivo de la misma acorrala irremediablemente a ese otro costado creativo que no funciona tan bien sin recursos.
Lo mismo sucede con vestuario, maquillaje y peluquería; son efectivos más no brillan, pues se carece de todas las condiciones logísticas y la tradición para montar de la noche a la mañana toda una época.
El perder la tradición de hacer telenovelas donde la recreación histórica es parte indispensable del relato, no solo afectó a El derecho de soñar en los aspectos técnicos-artísticos, sino también en las actuaciones, donde se nota un desequilibrio en los tonos, los decires y las gestualidades.
La dirección de actores a cargo de Yailín Coppola tomó caminos escabrosos y mal interpretados por muchos de los histriones. Esas intervenciones que rayan en la sobreactuación, hablan de una mala preparación actoral en materiales de época. Y es que es casi imposible asumir tiempos pretéritos sin referentes.
Pese a esto, hay actores que logran escapar de representaciones maniqueas. La María Valero de Yaremys Pérez, es la mejor muestra de que partir de sus propias vivencias salva la interpretación de cualquier actor. Pérez no adopta poses, no teatraliza su participación; más bien intenta imaginar cómo sería vivir las contradicciones de una artista emigrante, marcada por los desmanes de la guerra y con la aterradora certeza de que pronto ha de morir.
Delvys Fernández asume un rol complejo y sumamente controversial. Hay que entender que el Félix B. Caignet de Fernández, es la visión de un actor respecto a una figura real, pero no un calco al cien por ciento. Este Caignet es un consenso creativo entre los guionistas, el actor y la dirección. Sus colores interpretativos no son más que el producto de un diseño provisto de florituras, acomodado a un género no realista, en el que se permite jugar y exagerar. Fernández se siente como pez en el agua, gracias a su disposición para la comedia y su energía escénica. Este personaje, marca la definitiva madurez en la carrera del actor, que luego de El derecho de soñar deberá asumir trabajos a la altura de su talento.
La joven Amelia Fernández interpreta uno de los pocos personajes totalmente de ficción de esta primera etapa. Su Esther de la Osa es una criatura con la extraña capacidad de filtrarse por todas las rendijas del argumento. Es un ser movilizador de conflictos que la actriz aprovecha al máximo. Sabe coquetear con su costado ladino, escalador, pero a su vez deja en claro lo humano del rol; a fin de cuentas, Esther es casi una niña intentando insertarse en un mundo deslumbrante, pero difícil. Fernández es cuidadosa con su decir y sus ademanes: les rehúye a los artificios, naturaliza los textos y no le teme a enfrentarse actoralmente a pesos pesados que en ocasiones quedan peor parados que la jovencísima actriz.
Otro joven prometedor es Daniel Barreras en la piel de Diego Trinidad, el desleal sobrino del dueño de la Cadena Azul. Barreras comprende el tono en el que está escrito el guion, y lo lleva a su interpretación de manera muy orgánica. Su porte nos recuerda a los señoritingos de la época y a ciertos personajes taimados de la tradición melodramática latinoamericana.
Desafortunadamente algunos actores de probado talento se dejaron tentar por la grandilocuencia de ciertos pasajes dramatúrgicos. Es el caso de Denys Ramos y Roque Moreno, que trabajaron de manera muy externa las motivaciones de estas dos figuras reales a las que le dieron vida. Asumir una época diferente no significa teatralizar el comportamiento de los personajes, sino buscar vasos comunicantes entre las vivencias del intérprete y la naturaleza del rol.
El derecho de soñar es un digno homenaje a la radio cubana. Muchos de sus objetivos han sido logrados, pues en muy poco tiempo ha despertado en las audiencias el interés por la historia de este medio y de los hacedores del mismo, en un tiempo en que los sueños flotaban en el éter. No obstante, será preciso estudiar el porqué del distanciamiento de un sector de la población hacia una telenovela de época.
Pese a la falta de recursos, la acelerada generación de contenidos multimediales y la nueva manera de interrelación de los públicos con los materiales audiovisuales, se debe rescatar en la televisión cubana el gusto y la voluntad por rescatar desde la ficción destellos de nuestro pasado, para así mirar de manera crítica nuestro presente y construir un mejor futuro.
Por lo pronto seguiremos soñando y descubriendo nuestra radio nacional desde los presupuestos artísticos de la televisión, gracias a una telenovela heredera de lo mejor del melodrama criollo.
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- Escrito por: María Regla Figueroa Evans
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Un recorrido por la historia de los festivales de la canción Adolfo Guzmán, de la mano del Maestro Miguel Paterson Meriño, presidente del concurso durante diez años.
En el verano de mil 978, en coincidencia con el Onceno Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, los cubanos tuvieron el placer de ver por primera vez en sus pequeñas pantallas, uno de los espectáculos musicales más reconocidos en la historia de la televisión, de los ultimos años: el Festival de Música Cubana Adolfo Guzmán.
Fue una forma melódica de rendir tributo a quien se erigió como uno de los grandes del pentagrama nacional, autor de las icónicas Libre de Pecado y No puedo ser feliz. Me refiero al compositor, pianista, arreglista y director de orquesta Adolfo Guzmán,
Para rememorar el evento homónimo, acudí al Maestro Miguel Patterson Meriño, amigo y discípulo de Guzmán, fundador del certamen, y su presidente desde mil 978 hasta mil 988, quien además se mantiene ligado a los espectáculos televisivos. Con memoria fotográfica, recordó cada detalle de los inicios y desarrollo del acontecimiento:
«Surgió motivado por un desacuerdo de los autores cubanos con el tratamiento que les daban en los festivales del creador musical, no se cumplía con las grabaciones de los temas seleccionados y no se difundían las obras.
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- Escrito por: Reinaldo Cedeño Pineda / Imagen: Cortesía del autor/La Jiribilla
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Ella es parte del recuerdo de muchos, de la imagen de tantos. Ella nos creció. Georgina Botta Díaz es el rostro de la pantalla oriental, uno de los símbolos de ese capítulo imprescindible de nuestra cultura en la última media centuria: la fundación del canal Tele Rebelde en Santiago de Cuba, el 22 de julio de 1968.
Cuando intenta atrapar esos momentos, llegan las lágrimas. Llora con la lozanía de sus 75 años. Todo se agolpa. Hay silencios para aquellos que no han podido llegar hasta aquí, hay palabras para los que permanecen. Gracias es la palabra que la recorre, una y otra vez: “La televisión tiene éxitos individuales, pero es un trabajo en equipo y yo tuve el privilegio de compartir escenario y de trabajar día a día, con compañeros que pasaron luego a ser profesores de las nuevas generaciones”.
Sentí alivio con la noticia. Hace mucho, Georgina (Yoyi) merecía el Premio Nacional de Televisión. Ese galardón, en verdad, nos premia a todos. Ella, con su elegancia y su talento, acompañó la gesta ―es la palabra exacta― de aquellos soñadores que con cámaras de uso y un entusiasmo por arrobas, salieron a conquistar la imagen de su territorio. Y siguió allí, con los que llegaron después, con la nueva técnica, mostrando, enseñando, haciéndose dueña de revistas y noticieros, cuando el canal Tele Rebelde dio paso al primer telecentro del país, Tele Turquino.
Después de jubilada, en 2009, Georgina nunca se ha detenido. No sería ella. Ha sido miembro de la Comisión Nacional de Evaluación de la Televisión. Ha seguido brindando su experiencia en talleres, simposios y eventos. Ha seguido…
Los pequeños y los grandes pasos
Siempre hay una primera vez. La suya, ante un micrófono, fue en el Batallón Femenino (Bon) de la Milicia como instructora del tránsito, fue la primera divulgadora en la antigua provincia de Oriente, 1967. Luego llegó la radio. Entró a los estudios de la emisora CMKC a grabar las orientaciones de los carros parlantes para peatones, choferes. Al escucharla… los musicalizadores Manolito Bell y José Estíu, no dejaron pasar la ocasión y su voz comenzó a escucharse en el espacio En alas del recuerdo, de poesía y música romántica.
Todos los organismos debían dar sus propuestas para crear la plantilla de trabajadores del naciente Tele Rebelde y su compleja programación que incluía dramatizados, musicales, infantiles, informativos, cobertura remota… Jesús Cabrera fue el artífice. Es 1968. Georgina fue apoyada a dos bandas:
“Era miliciana y presté servicio en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP). Ya me habían escuchado en los carros altoparlantes. El Departamento de Orientación Revolucionaria del Partido en aquella época, ―por la relación establecida para la atención a las delegaciones que arribaban a la ciudad―, pensó en mí para la televisión. Recuerdo que Francisco Muñiz me hizo la prueba: “Lee aquí, y leí… Haz como si estuvieras presentando un número musical, y lo hice… Bueno, ahora estás en una esquina, imagínate que ha surgido un accidente y tienes que pegar un grito de horror… y lo pegué. Estás aprobada me dijo… ¡Pero, ¿ya soy locutora?!, pregunté…
“Resultó por otro lado, que se iba a hacer un crecimiento en el Ministerio del Interior y Joaquín Méndez Cominches —su delegado en Oriente―, tiene mi expediente en la mano. Y esa fue su propuesta para la televisión. Ambas se habían hecho a mis espaldas, y eso cambió mi vida para siempre. Yo pensé ser arquitecta…
“La habilidad la fui adquiriendo escuchando a un locutorazo como Noel Pérez, también a Carlos Bastida”.
“Al llegar a la televisión, justo seis días después de la inauguración, Carlos Bastida, profesional de mucho talento, se ocupaba del Noticiero. Yo hacía cabina y los cambios de programación y las promociones, todo en off, junto con Noel Pérez, pues en esa primera etapa, el grueso de la programación era responsabilidad de los locutores que habían venido de La Habana. Cuando esa misión terminó y regresaron a la capital, comencé con los programas que hacía Dinorah del Real, excelente profesional y buena amiga. Me tocó animar espacios musicales, entre ellos Voces. La primera vez que fui a un Control Remoto, creo que los atenuadores reventaron. Di un… ¡¡Voces!! durante la presentación de ese programa musical, como si no tuviera micrófono.
“La habilidad la fui adquiriendo escuchando a un locutorazo como Noel Pérez, también a Carlos Bastida, aunque este último por muy poco tiempo porque, lamentablemente, falleció en un accidente de tránsito. Eva Rodríguez hizo desde Santiago varias veces, el popular programa Juntos a las nueve. Me gustaba su manera de decir, y en ocasiones, también tuve la oportunidad de hacerlo, bajo la dirección de Manolo Rifat. Recibí muy buenos consejos de Germán Pinelli. Lo consideré siempre como el más grande animador que tuvo este país. Yo era entonces la única locutora femenina de la planta, lo que hizo que fuera contrapartida por muchos años de toda la programación, allí donde hiciera falta una pareja de locutores”.
¿Cómo asumir todo ese peso en una etapa de pleno aprendizaje, sobre todo, junto a figuras del calibre de las que ha mencionado?
“Fue terrible ese primer momento, no creas. La televisión, independientemente de lo que cualquiera se imagine, tiene un misterio que, incluso aquel acostumbrado a un público, se coacciona ante la cámara. Hablar con un objeto inanimado y conocer que detrás de esa pantalla hay miles de personas, es algo serio. Y si no comunicas y no eres natural, de poco sirve la preparación que tengas.
“Una vez le pregunté a Pinelli: ¿cómo es que usted no se pone nervioso cuando sale en pantalla, y sale así, con esa alegría? Me respondió algo que nunca olvidaré: ¿Y quién te dijo a ti eso, Georgina? Yo me pongo que soy un temblor, fíjate que no me gusta que me presenten. Cuando me presentan, se me desgracia el día. Yo tengo que entrar así, a la desbandada pero, de todas formas, si algún día descubres cómo no ponerse nervioso ante la cámara, no dejes de avisarme”.

Asumo que descubrió el secreto… porque cuando la veíamos aparecer en pantalla, en los noticieros, por ejemplo, no había asomo de nervios por ningún lugar…
“No… eso no se descubre nunca, no importa el tiempo que lleves en la profesión. Claro, fueron muchos años haciendo espacios informativos y ese entrenamiento de todos los días ayuda, aunque uno nunca se confía. Estás tensa esperando que te digan: ¡viene! Cuando empiezas a hablar, el estudio te pertenece, ya te sientes en familia, pero locutor que no sienta ese temor de no quedar bien, no respeta su trabajo. Nunca puedes desprenderte de ese nerviosismo. Tú le hablas a la gente que puede no saber de técnica de locución, pero que sabe mucho más que tú de otros temas. Le hablas a todo el mundo y el público te evalúa constantemente”.
¿Con qué programas se quedaría de esos primeros años de Tele Rebelde?
“Recuerdo mucho Arte y Folclor, con el doctor Francisco Prat Puig. Era un programa en el que uno aprendía en cada emisión: trataba de las rejas, de los techos, de la arquitectura en general, de todo lo que tuviera que ver con la cultura y las raíces. Había un programa muy completo, Todo Música, con José Julián Padilla, un conocedor de la materia; y si pasamos a la ciencia, diría lo mismo de El hombre en su mundo con Fernando Boytel, un investigador incansable. ¿Y qué decir de La trova, con Ramón Cisneros Jústiz? Era fabuloso escucharle aquellas historias del Santiago cotidiano y de sus tradiciones. Me encanta la letra de las canciones de la trova, y su melodía, pues soy, eminentemente, romántica. La conducción con él, fue otra escuela”.
“Un locutor tiene que ser orgánico, creíble, y por supuesto, tener una imprescindible relación con lo que te rodea, con tu gente, que es, en definitiva, tu razón de ser”.
¿Locutora, presentadora o animadora?
“Estuve obligada a hacerlo todo y a tratar de hacerlo bien. La locución es la base. Para ser un locutor de primer nivel, tienes que poder asumir todos los géneros y desdoblarte. El locutor, en principio, tiene que saber cómo es la locución de un noticiero, animar un programa variado o musical, despedir un duelo, manejar los géneros periodísticos o narrar un desfile, aunque sientas preferencia por alguna de esas variantes.
“Tuve que hacer noticieros desde muy temprano, aunque en los primeros años por tener tanta programación, estos fueron responsabilidad de otros locutores que vinieron como Andrés Houdayer, Navarro Cuello, y de periodistas como Sonia Franco. Hice animación en espectáculos teatrales y a tarima abierta, programas de panel, presentaciones de primeros ministros, actos políticos, desfiles del Primero de Mayo…
“También transité por la animación de cabaret, en el Tropicana Santiago, algo que nunca me pasó por la mente. Estuve casi tres años y pico, a principios de los noventa. Irma Shelton era la animadora oficial y yo la sustituía, cuando por alguna razón no podía estar, y me mantenía siempre en la presentación del artista invitado. Hay quienes se aprenden el texto en inglés, pero hay que conocer el idioma, porque si te toca improvisar ante cualquier situación… ¿qué haces? ¿adónde acudes?”
¿Existe una regla de oro para el locutor?
“Ser estudioso, estar informado sobre lo nacional y lo más importante que pueda estar sucediendo en el mundo. Un locutor tiene que ser orgánico, creíble, y por supuesto, tener una imprescindible relación con lo que te rodea, con tu gente, que es, en definitiva, tu razón de ser. El locutor tiene que hacer una valoración del texto, porque cada tema tiene su lectura propia. Y no es posible ser locutor, lo cual es una responsabilidad tremenda, y que no tengas una conducta apropiada socialmente. Por eso, debe cuidar con esmero, la imagen pública”.
¿Hay una manera particular de hacer la locución en el Oriente cubano?
“Si te refieres al hablante, al habla coloquial, claro que existen palabras y formas de decir que caracterizan a una región determinada del país, pero si hablamos de locución, de la forma de emitir el mensaje, debe ser igual de San Antonio a Maisí. La Lingüística es una ciencia y se rige por leyes que el locutor tiene que respetar. Si no conoces personalmente al locutor, no tienes porqué distinguir por su forma de hablar cual región del país representa. Es sencillamente un locutor cubano”.
Momentos de esos que tocan para toda la vida…
“El noticiero que hice al lado de Manolo Ortega desde Santiago de Cuba. Fue un momento sobrecogedor, el de la invasión a Granada… y se decide transmitir para todo el país desde los estudios de Tele Rebelde. Manolo estaba aquí y la magnitud del acontecimiento, lo reclamaba. Tenerle al lado con toda aquella carga emotiva, escuchar su voz inmensa, sentir su personalidad, resulta inolvidable. Se unieron la emoción de compartir con Manolo Ortega, y la angustia del tema que trataba. Fue un día grande…

“Otro momento difícil fue cuando parte de La Habana quedó a oscuras por efectos de un ciclón, se dañaron los transmisores y desde Santiago de Cuba hubo que asumir la señal de los dos canales que tenía entonces la televisión cubana. Fue una decisión de un momento a otro. José Raúl Castillo ―mi compañero habitual―, estaba de vacaciones, y Ángel Miguel Alea y yo terminábamos la Revista Santiago, cuando nos dijeron que teníamos que quedarnos…
“Hubo que tomar materiales de manera urgente, jugarse todo a la memoria, improvisar. Recuerdo que mandé a buscar la prensa nacional, revistas y cuanto hubiera… Mientras Alea presentaba algo, yo iba preparando pequeñas notas informativas, adecuándolas a mi manera de decir. Así fuimos alternando. Fueron dos horas interminables. Rebajé, me costó días recuperarme. ¿Sabes lo que representa cada minuto en esas circunstancias? Fue una prueba de fuego, pero se pasó”.
Actuar en Tele Rebelde para Georgina fue una “circunstancia”, pero una circunstancia que se repitió más de una vez. Incluso, me han comentado de cierto pasaje junto al actor Luis Lloró…
“Desde niña, jugaba a montar pequeñas obras con los amiguitos del barrio, sin ninguna otra pretensión. Nunca estudié actuación, aunque pertenecí a un grupo de teatro en el Pre Universitario “Cuqui Bosch”, donde incluso tuve la oportunidad de interpretar a la Bernarda en la obra de Lorca. Esa era toda mi experiencia…

“Ya en la televisión, dada la falta de un elenco artístico para cubrir una programación tan amplia, asumí el reto. Lo primero que hice fue un papel secundario junto a Obelia Blanco. Después, todos fueron papeles principales, tuve esa suerte. Recuerdo La doble vida de Julia, dirigida y actuada por Miguel Sanabria. Era una mujer de doble personalidad, cabaretera de noche y muy circunspecta de día. Hice la Mariana en El Arquero, también con Sanabria, todo eso al mismo tiempo que la locución. Incluso, fui la reina Ana de Austria en Los tres mosqueteros. Mi obra preferida fue Réquiem para una reclusa, con una carga dramática tremenda, junto a Félix Pérez y Yolanda Guillot, excelente actriz holguinera ya desaparecida.
“En el teatro Gracias, doctor, está la historia junto a Luis Lloró… Yo era la siquiatra y él mi paciente. Mi personaje tenía ¡350 bocadillos… en vivo! Apenas tuve tiempo para aprendérmelos, fue un desafío a la memoria. El director, Silvano Suárez, me dijo primero que yo podía hacerlo, y después… que yo misma no sabía lo que había hecho. Esas son cosas que se dan una sola vez. Miro ahora ese pasaje de mi vida y no me lo creo”.
¿Cuánto quedó del paso de aquel Tele Rebelde fundador, surgido a finales de los sesenta ―y que tanto se suele evocar―, al telecentro Tele Turquino, creado a mediados de los ochenta?
“Mucho público perdido. No es lo mismo trabajar para todo Oriente que para Santiago de Cuba. Perdimos programación como canal, perdimos el cuadro dramático. Fue para nosotros muy duro, todavía los que creamos todo aquello, sentimos esa añoranza infinita. Ganamos en la técnica, eso sí; pero como locutor, tienes que hacer tu trabajo con la misma seriedad, independientemente de quien está más allá de la cámara, si una persona o quinientas”.
“Uno nunca imagina cuánto permanece en la gente lo que uno hace en la televisión. He tenido pruebas, y eso es muy reconfortante”.
El premio mayor
Años ochenta. La revista Bohemia no es ajena al magnetismo de Georgina Botta, al contacto permanente que se establece desde Santiago de Cuba con la popular Revista de la Mañana, en la capital. Los renglones hablan de “una cabina muy conocida por los televidentes del país” y de “la figura agradable de la locutora Georgina Botta con algún material santiaguero”.¿Cómo evocar esos encuentros?
“Muy placenteros. Recuerdo la pareja de Eddy Martín y Mariana Rodríguez Corría, a Héctor Rodríguez, los detalles del coordinador Popa… La Revista de la Mañana daba la posibilidad de ampliar el horizonte, de poder comunicarte con toda la isla, desde Santiago de Cuba. Uno nunca imagina cuanto permanece en la gente lo que uno hace en la televisión. He tenido pruebas, y eso es muy reconfortante”.
La Revista Santiago que salió al aire en 1982, fue un capítulo de su vida profesional que todos recuerdan, y por supuesto, aquel dueto inolvidable con José Raúl Castillo… Si pudiera quedarse con un instante de sus emisiones, uno de esos como para fotografiarlo… ¿Cuál escogería?
“En un reportaje de Bohemia, tras una visita a Santiago, se aclaró que José Raúl Castillo y yo no éramos una pareja en la vida real, sencillamente nos llevábamos muy bien en pantalla. Todo eso había llegado por el efecto del diálogo en la conducción de la Revista. A los televidentes les encantaban las polémicas y hasta las bromas que nos hacíamos. Las personas creían que estaban montadas, y en realidad, todo surgía al calor de la improvisación.
“Recuerdo un suceso particularmente entrañable. Teníamos una sección donde mostrábamos los dibujos que los niños nos enviaban. Uno de ellos, que escribía desde el Hospital Infantil Sur, había tomado una sustancia tóxica y tenía un buen tiempo de estar ingresado. Yo mostraba sus dibujos con cariño… y un día quiso venir a conocerme: lo trajeron en una ambulancia, pero yo no estaba. Al otro día, fui al hospital a visitarlo. No lo conocía, pero vi avanzar a un niño que tendría escasamente siete u ocho años, y me dio un abrazo tan fuerte, tan sincero. Esa es una de las cosas más grandes que me sucedieron en la Revista Santiago”.
¿Qué hace un locutor cuando no está de acuerdo con la redacción de lo que debe leer, o cuando le sorprende algún imprevisto en cámara?
“Para eso hay un trabajo de mesa, pero si todavía así encuentras que la redacción no es la mejor para abordar un tema, tienes que darle la vuelta. Cuando se está delante de una cámara de televisión siempre estás sujeta a cualquier imprevisto. Te conviertes en el centro, y si hay algún ponche inadecuado de la cámara, alguna dificultad técnica o de otra índole, hay que saber manejarlo. Es una dosis de responsabilidad que le cae al locutor. En ocasiones, asumimos errores que no son nuestros, por ejemplo, si para terminar un programa presentas un musical con un artista, y sale otro, aparentemente, fue el locutor el que se equivocó, ¿qué vas a hacer? No hay tiempo para dar explicaciones.
“Cuando el error es de factura propia, hay que valorar qué clase de error es. Pinelli me dijo una vez, que cuando el error no es problemático, hay que valorar si rectificarlo o no, porque un error rectificado, es cometerlo dos veces. Mi experiencia es que siempre que se pueda rectificar, se rectifica; pero valorando si es algo que pasó fugaz o si es algo importante que valga la pena enmendar. Cuando vemos la televisión, lo mismo nos levantamos a abrir la puerta que a tomar agua o a conversar con una visita, y no nos damos cuenta de muchos detalles”.
“Una televisión deslumbrada por la belleza y que no valore al mismo tiempo otros requisitos, es de temer. No se puede subir un escalón sin que tu superación te impulse, y esa superación nunca termina”.
¿Cómo asumió el paso por la pantalla durante más de cuatro décadas, de la juventud a la madurez?
“Esa es una valoración particular de cada quien, y la respeto. En mi caso, no me haría una cirugía estética por nada, salvo que tuviera un accidente. Me quedo con mi rostro, con el que tenga. Puede que haya un director de programa que se quiera regir por normas absurdas, más porque te salgan dos arrugas, no quiere decir que dejas de comunicar. La noticia tiene sus características, y eso es universal. La credibilidad está más en la madurez que en los años mozos.
“La vida tiene etapas y hay que saber transitarlas todas con dignidad. Si no hubiera llegado, gracias a Dios, a esta etapa de la vida, no podría disfrutar de la satisfacción de haber podido ayudar en la formación de generaciones de locutores, ni de mi hijo Andrés, de mis nietos María Celia, la mayor, y de dos más pequeños, Adriana y Andrés, ni de mi biznieto, Álvaro Darío, una familia a la que adoro.
“Es cierto que hay que dar paso a la juventud, es ley de vida; pero no a bulto. Una televisión deslumbrada por la belleza y que no valore al mismo tiempo otros requisitos, es de temer. No se puede subir un escalón sin que tu superación te impulse, y esa superación nunca termina. Lo que se adquiere fácil, no se valora lo suficiente”.
Georgina Botta se ha convertido en el rostro de la televisión en Santiago de Cuba. Es una ciudad, es su gente, es una época. Un reconocimiento de tal magnitud, casi asusta. El Premio Nacional de Televisión por la obra de toda la vida, viene a refrendarlo. ¿Ha podido meditar sobre eso?
“Creo que si fuera así como dices, si lo fuera… se lo debo al momento histórico que me tocó vivir y que me mantuvo por cuarenta y dos años en la pantalla. El hecho de estar en el Museo de la Imagen, que alguien como Bebo Muñiz haya considerado que debía estar allí, representando a la televisión de Santiago y a Santiago en la televisión, me hace sentir conmovida.
“He podido representar a la televisión cubana en México, Colombia y Alemania. Haber recibido la Distinción por la Cultura Nacional, por ejemplo, es un gran reconocimiento. Haber sido invitada a recibir en La Habana el Sello de Laureado del Sindicato Nacional de la Cultura, cuando se otorgó por primera vez, fue una deferencia. Ahora, por supuesto, el Premio Nacional de Televisión, otros galardones como el Pequeña Pantalla y el Artista de Mérito… pero sentirme a diario reconocida por la gente más que por cualquier otra instancia, ese es el premio mayor”.
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